No había dejado de llover en dos semanas. El agua se escurría por las hojas de los árboles y el sonido de la lluvia era parte ya del paisaje.
—Siga la trilla —me dijo Lucas, el guía, cuando se fue rezagando para ver al grupo y observó que yo tropezaba una y otra vez sin alcanzar a descifrar por donde iba ese invisible camino que se supone existe en la selva. La mochila me pesaba más a cada paso.
La espesura apenas me permitía distinguir a quien iba delante de mí, en la columna. De pronto se me perdía y sólo gracias a algo parecido a un milagro alcanzaba a distinguir en donde había puesto por última vez la bota. Tenía miedo de perderme y de perder al resto de los compas, a los que venían detrás de mí. También tenía miedo de no resistir la caminata, de no estar listo. Era mi primera misión en la montaña, y yo sudaba más de la cuenta.
—¡Deténganse, ya llegamos! —dijo por fin Jota, el capitán que comandaba la patrulla. El lugar era como cualquier otro, como el sitio desde el cual empezamos la caminata hacía dos días, igual que el bordo que habíamos rebasado hacía una hora. Pero ése era el punto. Allí había que quedarse.
—Usted va para allá, busque su posición, me dijo Tono y señaló un lugar en medio de la maleza.
Me dirigí hacia el sitio indicado y saqué la pequeña pala con la que había estado practicando una semana antes. Empecé a escarbar sin saber muy bien qué forma le daría a mi trinchera.¿La haría profunda, para estar de pie? ¿Le modelaría un asiento como me había enseñado Vidal? Opté por esta última forma pues nos habían dicho que podríamos permanecer allí un tiempo largo. La tierra estaba blanda y era posible oír, a lo lejos, otros machetes y hachas que golpeaban el piso. Poco a poco la tierra fue cediendo. Las manos me dolían. Tenía deseos de terminar de hacer el hoyo para meterme allí, tomarme una tacita de pozol y descansar. ¿Descansar?
Tardé un par de horas en terminar la trinchera y dejarla como yo quería. Hice el asiento e incluso un pequeño bordito para que el agua no se escurriera tanto. Acomodé mi mochila y un rato después llegó Álvaro y se llevó mi tasa para calentar la bebida. Cuando volvió pudimos cruzar un par de palabras.
—No te vayás a dormir, tenés posta en media hora —dijo.
Yo no pensaba dormirme. Había creído que tendría que estar alerta todo el tiempo. Pero en ese momento entendí que esto sería imposible. Que tendría que descansar en algún momento. De todos modos no tenía sueño. Después de un rato apareció El chino.
—Te quedó bien pero yo la hice acostado, vos. Aquí vamos a tener que pasar varios días. Después hacés otra —me dijo, me dio la linterna y me dijo que tenía que despertar a Tec, quien estaba a la derecha del puesto de mando, junto a una roca inconfundible. También me dio la hoja en donde iba la lista de quienes seguirían los turnos durante la noche y la seña y contraseña de aquella primera noche en la emboscada.
Salí de mi escondite y sólo entonces me di cuenta que ya llevaba varias horas en una sola posición. Me costó desplazarme al principio. Pero pronto me dio gusto estirar las piernas. La lluvia seguía y los ruidos de la selva por la noche parecían otros. A lo lejos, escuché el rugido de un saraguate y luego otro. Era imposible verlos pero también extraño que estuvieran despiertos a esa hora y que se estuvieran comunicando.
Llegué al lugar de la posta, un sitio bastante alto desde donde podía observar el terreno. Todo parecía en calma, tan en paz. Nadie diría que algo ocurría en ese rincón del mundo. Pero allí estaba yo con las manos rotas y esperando que los pintos pasaran y pensando que me gustaría ver las estrellas desde ese lugar o regresar allí algún día, en unos años, cuando ya todo hubiera terminado y la guerra fuera, solamente, un recuerdo extraño, como un sueño.
—Siga la trilla —me dijo Lucas, el guía, cuando se fue rezagando para ver al grupo y observó que yo tropezaba una y otra vez sin alcanzar a descifrar por donde iba ese invisible camino que se supone existe en la selva. La mochila me pesaba más a cada paso.
La espesura apenas me permitía distinguir a quien iba delante de mí, en la columna. De pronto se me perdía y sólo gracias a algo parecido a un milagro alcanzaba a distinguir en donde había puesto por última vez la bota. Tenía miedo de perderme y de perder al resto de los compas, a los que venían detrás de mí. También tenía miedo de no resistir la caminata, de no estar listo. Era mi primera misión en la montaña, y yo sudaba más de la cuenta.
—¡Deténganse, ya llegamos! —dijo por fin Jota, el capitán que comandaba la patrulla. El lugar era como cualquier otro, como el sitio desde el cual empezamos la caminata hacía dos días, igual que el bordo que habíamos rebasado hacía una hora. Pero ése era el punto. Allí había que quedarse.
—Usted va para allá, busque su posición, me dijo Tono y señaló un lugar en medio de la maleza.
Me dirigí hacia el sitio indicado y saqué la pequeña pala con la que había estado practicando una semana antes. Empecé a escarbar sin saber muy bien qué forma le daría a mi trinchera.¿La haría profunda, para estar de pie? ¿Le modelaría un asiento como me había enseñado Vidal? Opté por esta última forma pues nos habían dicho que podríamos permanecer allí un tiempo largo. La tierra estaba blanda y era posible oír, a lo lejos, otros machetes y hachas que golpeaban el piso. Poco a poco la tierra fue cediendo. Las manos me dolían. Tenía deseos de terminar de hacer el hoyo para meterme allí, tomarme una tacita de pozol y descansar. ¿Descansar?
Tardé un par de horas en terminar la trinchera y dejarla como yo quería. Hice el asiento e incluso un pequeño bordito para que el agua no se escurriera tanto. Acomodé mi mochila y un rato después llegó Álvaro y se llevó mi tasa para calentar la bebida. Cuando volvió pudimos cruzar un par de palabras.
—No te vayás a dormir, tenés posta en media hora —dijo.
Yo no pensaba dormirme. Había creído que tendría que estar alerta todo el tiempo. Pero en ese momento entendí que esto sería imposible. Que tendría que descansar en algún momento. De todos modos no tenía sueño. Después de un rato apareció El chino.
—Te quedó bien pero yo la hice acostado, vos. Aquí vamos a tener que pasar varios días. Después hacés otra —me dijo, me dio la linterna y me dijo que tenía que despertar a Tec, quien estaba a la derecha del puesto de mando, junto a una roca inconfundible. También me dio la hoja en donde iba la lista de quienes seguirían los turnos durante la noche y la seña y contraseña de aquella primera noche en la emboscada.
Salí de mi escondite y sólo entonces me di cuenta que ya llevaba varias horas en una sola posición. Me costó desplazarme al principio. Pero pronto me dio gusto estirar las piernas. La lluvia seguía y los ruidos de la selva por la noche parecían otros. A lo lejos, escuché el rugido de un saraguate y luego otro. Era imposible verlos pero también extraño que estuvieran despiertos a esa hora y que se estuvieran comunicando.
Llegué al lugar de la posta, un sitio bastante alto desde donde podía observar el terreno. Todo parecía en calma, tan en paz. Nadie diría que algo ocurría en ese rincón del mundo. Pero allí estaba yo con las manos rotas y esperando que los pintos pasaran y pensando que me gustaría ver las estrellas desde ese lugar o regresar allí algún día, en unos años, cuando ya todo hubiera terminado y la guerra fuera, solamente, un recuerdo extraño, como un sueño.
3 comentarios:
Me encantará leer tus comentarios.
Saludos,
Espartaco
Hola... la verdadera historia es muy buena, no como la que realizamos, mas bien distorsionamos en la clase. ¿recuerda? ¿el tigre vegetariano?
en fin me gusto el cuento, solo queria comentarlo.
espero este de lo mejor.
att:
Melissa T.
Gracias por el comentario, Melissa. La verdad es que al final el ejercicio fue divertido. ¿No crees? Muchas gracias por leer.
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