sábado, 7 de marzo de 2009

El infierno

Traspaso la nueva compuerta y me encuentro en un salón iluminado por un candelabro dorado que está situado sobre una mesa enorme y llena de adornos. Desde la altura por la que me deslizo, puedo ver a dos mujeres que conversan. No puedo entenderlas; casi no tendré tiempo para fijar otro detalle de la escena. Si acaso, en un parpadeo, alcanzo a distinguir sus vestidos extravagantes, con grandes escotes y colores brillantes. Justo cuando veo sus pelucas absurdas y los ojos desorbitados de una de ellas, empiezo a penetrar el tapiz verde de la pared y, junto al dolor que me causa atravesar el muro, siento el olor nauseabundo con el que me arrastro sin descanso, desde hace cientos de años y en distintas épocas, por castillos, bosques, jaulas o criptas.

Sin que haya explicación ―en este abismo no es posible entender nada― aparezco en la habitación de un niño que retoza en su cuna con un juguete. Va a tocar una de las figuras de plástico cuando, de pronto, se detiene y fija su mirada en el punto de la pared por la que voy pasando. Me acompaña durante el breve instante que estoy con él y va a perderme de vista justo cuando me escabullo en el techo blanco, flanqueado por estrellas centellantes. Primero se van mis piernas, como si me fuera sumergiendo. Luego sigue mi torso. Estiro mi mano, como si pudiera alcanzar al chico, y cuando empiezo a desaparecer, como tragado en arena movediza, el niño empieza a llorar con rabia, como si hubiera perdido la atención de su madre. El dolor me atraviesa de la cabeza a los pies y el tufo me impregna nuevamente.

El vuelo sin fin me lleva hacia una pocilga en la que alguien es azotado. Creo que no puede haber ningún grito más terrible, hasta que el desgraciado que sangra alcanza a verme y pide la muerte para no seguir observando más sombras. La pared de roca no me contiene y pronto estoy flotando ante dos amantes que jadean. Él la monta. Ella tiene los ojos cerrados, pero los abre un momento, sólo para que sus pupilas dilatadas se sorprendan por la aparición inexplicable. “Es la bestia”, dice y me señala con el índice, como si su dedo fuera una flecha y como si pudiera traspasar mi podredumbre con la lanza.

Nada ni nadie parece poder frenar mi caída, el desenfrenado viaje que no termina. No lo es, pero yo quisiera creer que se trata de la búsqueda inacabada por encontrar un sitio del cual asirme, una rebanada de algo que me permita parar en algún sitio, porque quiere creer que este infierno no tiene que durar para siempre y que algún día podré por fin pudrirme del todo, para que los gusanos puedan comer de mis entrañas y darme la paz que ya no encuentro, la tranquilidad absoluta que, ahora estoy seguro, sólo da la muerte.

martes, 6 de enero de 2009

Cuentos. La caja negra

Entré al vagón del metro y me encontré con la mirada de un hombre que me dio escalofrío. Era una mirada penetrante y dura, vacía.

En lugar de alejarme, como cualquier hombre sensato hubiera hecho, me senté en un lugar que me permitía verlo sin ser estorbado. Desde luego, yo también dirigía mi mirada hacia otras partes, hacia otros pasajeros o hacia la calle que ya se asomaba en ese tramo del trayecto a mi casa, pero el hombre no dejaba de observarme, era fácil sentir sus ojos.

Conforme fuimos avanzando, yo tuve la posibilidad de verlo un poco más. Vestía de negro, era delgado. El cabello lacio, ralo y desalineado le caía sobre la frente y los hombros. Tenía la piel pegada al rostro, como si no hubiera comido en días.

Sólo después de un momento advertí que el hombre estaba sentado sobre una caja. Era una caja negra, común y corriente. Justo cuando advirtió que yo estaba viendo la caja empezó a golpearla suavemente. Me seguía viendo pero no parecía querer decirme nada. En ese momento me di cuenta de que no parecía siquiera que me estuviera viendo a mí, pues su mirada era como si me traspasara, como si mis propios ojos no tuvieran sentido para él, ni mi presencia.

El vagón, poco a poco, empezó a vaciarse. De pronto me di cuenta de que ya sólo quedábamos seis o siete pasajeros. Pensé en moverme, en salir corriendo, pero no pude. Era como si me hubiera quedado estancado o suspendido en ese asiento. Empecé a sentir más frío y hubo un momento en el que me dio la impresión de no estar escuchando nada, ni el ruido de la calle ni el sonido del vagón ni las voces de mis compañeros de viaje.

El hombre seguía viéndome, o traspasándome con la mirada. Y yo seguía allí, congelado. Empecé a preguntarme qué llevaría la caja, qué sería lo que allí transportaba aquel extraño que parecía tener el poder para que yo no pudiera moverme.

Quise pensar en cualquier otra cosa, quise recordar lo que había hecho aquella mañana, lo que me había ocurrido en el trabajo, pero no había nada sino oscuridad. Ni un recuerdo ni una referencia de nada. Ni una conversación ni una imagen difusa. Nada. Sólo existía ese momento, solamente este instante que ahora parecía detenerse y alargarse.

De pronto me di cuenta de que hacía un rato largo que avanzábamos sin llegar a ninguna estación. Pero nadie parecía alterarse. Era como si mi tiempo se hubiera trastocado, como si mis referencias estuvieran rotas. Yo no sabía qué había ocurrido, pero entendí que desde que vi a aquel hombre, algo había cambiado.

Por fin entramos a una estación del metro. El tren empezó a frenar lentamente. Cuando se detuvo completamente, el hombre se puso de pie. Era muy alto. Yo quedé, una vez más, atrapado en sus ojos. Me señaló con su dedo índice y luego señaló la caja, como si dijera algo. Entonces salió del vagón y empezó a alejarse. Las puertas del metro se cerraron y yo me dirigí hacia la caja. Vi a mis compañeros de viaje pero a ninguno parecía importarle lo que a mí me ocurría o lo que hacía.

Quise empujar la caja con un pie pero no se movió. Me agaché, la observé de cerca y la abrí. Respiré un olor fétido, nauseabundo. En el interior estaba la cabeza del tipo al que yo había visto. Al principio cerré los ojos, pero rápidamente los abrí, pues me di cuenta de que yo no sentía el miedo que se apoderó de mí cuando vi al hombre la primera vez. Observé el interior de la caja y corroboré que la cabeza era la de él, pero el rostro no se veía tan delgado ni demacrado. Ni siquiera los ojos abiertos eran tan penetrantes como los del otro, los del que estaba vivo y se había ido hacía un momento. Incluso el cabello brillaba.

Me volví hacia los lados, como pidiendo la ayuda de mis compañeros de viaje, pero nadie parecía siquiera verme. Ya no me extrañó cuando la cabeza giró hacia mí y habló.

—Ahora te toca a ti —dijo y cerró los ojos y empezó a sufrir alteraciones en los pómulos, en la barbilla, en la frente...

De un impulso cerré la caja y me senté sobre ella, como queriendo evitar que alguien viera lo que había dentro o lo que estaba sucediendo. Fue un impulso que no sé explicar. Era como si sintiera que lo que estaba dentro me pertenecía y debía protegerlo.

Sentí todavía más frío y de pronto vi como mis manos se hacían cada vez más frágiles y delgadas. Yo seguía sentado y no iba a moverme de allí por ahora.

Al llegar a la siguiente estación entró al vagón una mujer que me observó y pareció congelarse. Se sentó casi frente a mí. Yo no dejé de verla ni un momento. Cuando me di cuenta de que se fijaba en la caja, le di tres golpes suaves y empecé a preguntarme cómo se vería mi rostro dentro de la caja, y cómo me vería yo ahora que estaba a punto de salir del vagón para entrar, muy despacio, a la nada.
(Fotografía Miguel Flores)