lunes, 24 de junio de 2013

Cuentos



La fotografía

—Hace años decidí no volver a dejar que me tomaran una sola fotografía —dijo Roberto a la mujer que insistía al otro lado de la línea.
 —Por favor, maître. En la redacción del periódico me pidieron un retrato en el que esté usted trabajando y tengo que entregarlo para el número de mañana...
 —¿Cómo dijo usted, señorita?
 —Solamente déjeme retratarlo, maître.
 —Venga a las seis —dijo finalmente el pintor y continuó trabajando mientras la palabra maître rondaba en su cabeza.
 A las seis de la tarde sonó el timbre en la vieja casona. 

             —Lo busca Elianne, la fotógrafa de El periódico — le dijo Raquel, la señora de la limpieza.
             —Dígale que espere, llévela a la sala.
             Durante una hora Roberto siguió trabajando en una inservible pintura de tonos grises que no le interesaba en absoluto. Después cerró los ojos.
              Mientras esperaba, Elianne se acomodó en uno de los sillones y desde allí empezó a recorrer con la mirada cada una de las pinturas del maestro. La mujer vibró con aquellos cuerpos hermosos y jóvenes, con los trazos que hacían que cada una de las figuras femeninas terminara inundando cada lienzo. 
 En aquella muestra había pechos de distintos tamaños, caderas poderosas junto con otras breves, cabelleras largas cubriendo una espalda que se adivinaba suave y cabellos cortos que apenas acariciaban cuellos delgados, frágiles. La impresionaron las manos de una de las mujeres, los muslos de otra y la perfección del vientre de una más que estaba casi en el rincón del salón.

Cuando era Joven, Roberto vivió en París y fue realmente dichoso. En aquellos años sus pinturas eran fuertes y vigorosas. Además, las mujeres eran un deleite. No debía convencerlas, simplemente tenía que tomarlas de la mano y conducirlas a la cama. Le encantaba hacer sus retratos antes o después de hacerles el amor y también recorrer sus cuerpos con los dedos llenos de pintura. Finalmente, ellas se iban sin decir nada.
             Fueron años gloriosos, años en que su cuerpo respondía a su voluntad y sus manos se movían precisas, haciendo exactamente lo que él deseaba. 
             Pero llegó un momento en que las manos se fueron haciendo lentas, la vista se fue cansando y las mujeres no volvieron a su estudio. Decidió regresar a México y repetir sus andanzas valiéndose de un renombre que se iba agotando y de la fama que le dejaban los dibujos que hizo durante su juventud. El gusto duró poco. Después de unos meses se dio cuenta de que se estaba marchitando y esto lo hizo sentirse dolido, solitario y roto.
           
—Ya me voy, señor. Mañana arreglo su tiradero.
            —¿Y la femme?
            —Allí sigue, lo está esperando en la salita.
            El hombre salió con Raquel hacia el patio central y desde allí la vio alejarse por el largo pasillo. La mujer cerró la puerta con fuerza.
            —¿Está allí? —gritó el pintor con su voz gruesa.
            Elianne se asomó por la ventana y luego se aproximó a la puerta. Llevaba una mochila negra y un vestido azul de mezclilla con botones al frente.
—Pase por aquí —dijo él sin siquiera saludarla o disculparse por haberla hecho esperar.
            El estudio estaba desordenado. Había varios cuadros inconclusos amontonados en una de las paredes. Además, cinco caballetes alrededor de los cuales el hombre giraba intentando encontrar la idea que lo dejara satisfecho. Allí había también colores, pinceles y cepillos, y varios cuadernos que utilizaba para hacer sus borradores o apuntar las ideas que le venían a la cabeza.
            —Póngase allí —dijo secamente.
            La mujer sacó de la mochila un tripié y empezó a colocarlo. Mientras Elianne trabajaba, Roberto empezó a verla con más detalle. Era joven, tendría 30 años a lo mucho. El cabello le llegaba a los hombros.
            —Usted es hermosa —soltó Roberto mientras se acercaba a uno de los caballetes.
            —Gracias, maestro. Por favor, pinte lo que quiera.
Roberto sonrió por primera vez en mucho tiempo y colocó en uno de los caballetes un lienzo nuevo y recién curado. Los primeros trazos fueron firmes, vigorosos. Los hizo con la fibra de antaño.
            Junto con los trazos iniciales vinieron los primeros flashazos de la cámara. Roberto empezó a ignorar a la fotógrafa, aunque vio fijamente a la mujer.
            —Quédate un momento allí, no te muevas —le dijo con un tono más amable.
            —Pero...
            —Es sólo un momento.
            Hizo otros trazos rápidos que completaban el boceto.
            —Por favor, ven hacia acá.
La mujer se dejó llevar y el pintor la ayudó a que se colocara sobre un delgado manto que cubría la mesa de su estudio.
—Dame la cámara.
—¿La cámara?
—Sí, la cámara —dijo Roberto mientras deslizaba su mano hacia los botones del vestido— nada más relájate. No voy a tardar mucho.
Para el pintor fue delicioso desabrochar uno a uno los botones del vestido de la mujer. Frente a él se fue asomando un cuerpo joven y terso. Pronto Elianne estuvo en ropa interior y entonces él le pidió que se desnudara.
—Pero maître...
—Hazlo, luego me tomas todas las fotografías que quieras.
La mujer aceptó desnudarse y pronto estuvo ante él con su cuerpo delicioso.
Roberto regresó al caballete e hice otros trazos rápidos. Después se acercó nuevamente a la mujer. Tomó un poco de azul cobalto con el dedo índice y empezó a recorrer las caderas y las piernas de la mujer. Suavemente envolvió uno de sus brazos con otro color y empezó a teñir de sombras su ombligo y el pubis. Se detuvo en los vellos del sexo y los detalló con tonos ocres.
Inmediatamente regresó al lienzo. La pintura estaba adquiriendo forma cuando descubrió que ella cerraba los ojos. El pintor se hizo de un pincel, se deslizó hacia ella y empezó a acariciar los pezones de la chica con un tono dorado intenso, los vio erguirse y también notó que su piel empezaba a erizarse. Le encantó que ella mantuviera los ojos cerrados y le gustó distinguir su cuerpo meciéndose al compás de sus caricias de colores.
—Ese pincel es tan suave —dijo ella e intentó tomarlo. Roberto esquivó su movimiento mientras buscaba un pincel más grueso. Con él recorrió sus zonas más sensibles y fue de los labios a los senos y luego al ano.
—Siente los pinceles como una extensión de mis dedos, de mi pene —le dijo mientras la seguía acariciando con cuidado.
—No hables, no me digas a dónde vas. Sólo déjame sentir. Acerca el pincel a donde quieras.
Tomó otra vez los colores con sus manos y sintió la piel de la mujer bajo sus dedos. Combinó varios tonos. Le encantó escuchar cuando ella emitió un quejido y ver cuando curvó su cuerpo como si sintiera dolor o placer o placer y dolor.
Roberto sintió que el hombre que había sido antes había vuelto y regresó al lienzo a pintar. Nuevamente los trazos fueron firmes. Sus manos hacían lo que él les pedía. Combinó unos trazos fuertes con otros sutiles. El cuerpo de Elianne aún estaba en sus manos.
Mientras deslizaba el pincel le dio gusto pensar que la imagen que aparecería en el diario reflejaría su alegría y la fuerza renovada. Incluso quiso asomarse a un espejo para verse, imaginando algún prodigio. Pensó que su piel marchita tendría que tener de nuevo luz.
           Justo cuando estaba a punto de terminar sintió un nuevo flashazo inundando el estudio. La mujer, aún desnuda y con el cuerpo cubierto de colores, se desplazaba por la habitación haciendo su trabajo.
Luego Elianne puso la cámara sobre la mesa en la que antes estuvo posando y se acercó al maestro. Él le dijo que se acercara.
          —Aquí está el retrato que buscabas —dijo Roberto, quien tomó el lienzo que recién había terminado, y sonrió. El autorretrato lo mostraba joven, brillante y vivo.