sábado, 29 de marzo de 2008

Estampas de guerra. La emboscada


No había dejado de llover en dos semanas. El agua se escurría por las hojas de los árboles y el sonido de la lluvia era parte ya del paisaje.

—Siga la trilla —me dijo Lucas, el guía, cuando se fue rezagando para ver al grupo y observó que yo tropezaba una y otra vez sin alcanzar a descifrar por donde iba ese invisible camino que se supone existe en la selva. La mochila me pesaba más a cada paso.

La espesura apenas me permitía distinguir a quien iba delante de mí, en la columna. De pronto se me perdía y sólo gracias a algo parecido a un milagro alcanzaba a distinguir en donde había puesto por última vez la bota. Tenía miedo de perderme y de perder al resto de los compas, a los que venían detrás de mí. También tenía miedo de no resistir la caminata, de no estar listo. Era mi primera misión en la montaña, y yo sudaba más de la cuenta.

—¡Deténganse, ya llegamos! —dijo por fin Jota, el capitán que comandaba la patrulla. El lugar era como cualquier otro, como el sitio desde el cual empezamos la caminata hacía dos días, igual que el bordo que habíamos rebasado hacía una hora. Pero ése era el punto. Allí había que quedarse.

—Usted va para allá, busque su posición, me dijo Tono y señaló un lugar en medio de la maleza.

Me dirigí hacia el sitio indicado y saqué la pequeña pala con la que había estado practicando una semana antes. Empecé a escarbar sin saber muy bien qué forma le daría a mi trinchera.¿La haría profunda, para estar de pie? ¿Le modelaría un asiento como me había enseñado Vidal? Opté por esta última forma pues nos habían dicho que podríamos permanecer allí un tiempo largo. La tierra estaba blanda y era posible oír, a lo lejos, otros machetes y hachas que golpeaban el piso. Poco a poco la tierra fue cediendo. Las manos me dolían. Tenía deseos de terminar de hacer el hoyo para meterme allí, tomarme una tacita de pozol y descansar. ¿Descansar?

Tardé un par de horas en terminar la trinchera y dejarla como yo quería. Hice el asiento e incluso un pequeño bordito para que el agua no se escurriera tanto. Acomodé mi mochila y un rato después llegó Álvaro y se llevó mi tasa para calentar la bebida. Cuando volvió pudimos cruzar un par de palabras.

—No te vayás a dormir, tenés posta en media hora —dijo.

Yo no pensaba dormirme. Había creído que tendría que estar alerta todo el tiempo. Pero en ese momento entendí que esto sería imposible. Que tendría que descansar en algún momento. De todos modos no tenía sueño. Después de un rato apareció El chino.

—Te quedó bien pero yo la hice acostado, vos. Aquí vamos a tener que pasar varios días. Después hacés otra —me dijo, me dio la linterna y me dijo que tenía que despertar a Tec, quien estaba a la derecha del puesto de mando, junto a una roca inconfundible. También me dio la hoja en donde iba la lista de quienes seguirían los turnos durante la noche y la seña y contraseña de aquella primera noche en la emboscada.

Salí de mi escondite y sólo entonces me di cuenta que ya llevaba varias horas en una sola posición. Me costó desplazarme al principio. Pero pronto me dio gusto estirar las piernas. La lluvia seguía y los ruidos de la selva por la noche parecían otros. A lo lejos, escuché el rugido de un saraguate y luego otro. Era imposible verlos pero también extraño que estuvieran despiertos a esa hora y que se estuvieran comunicando.

Llegué al lugar de la posta, un sitio bastante alto desde donde podía observar el terreno. Todo parecía en calma, tan en paz. Nadie diría que algo ocurría en ese rincón del mundo. Pero allí estaba yo con las manos rotas y esperando que los pintos pasaran y pensando que me gustaría ver las estrellas desde ese lugar o regresar allí algún día, en unos años, cuando ya todo hubiera terminado y la guerra fuera, solamente, un recuerdo extraño, como un sueño.

jueves, 27 de marzo de 2008

Estampas de guerra. Diario de campaña


19 de agosto.

Ayer a las cinco empezó a llover. Sé la hora porque estaba oyendo la radio de los compas. Fue cuando dijeron que los pintos mataron a mi tío Emilio. No sé cómo se lo voy a decir a mi mamá. Además, sólo me queda una bolsita de plástico, la de los calcetines, y la carta tendría que enviarla en esa bolsa, pero entonces en la próxima caminata se me mojarían y no hay nada más triste que llegar al campamento y no tener calcetines secos. Además, la carta tardaría en llegar. Son finales de agosto. En lo que se va la carta y llega, y en lo que encuentran al único compañero que va a la casa, sería Navidad. Mala época para una noticia así. Mejor espero.

Ya que la lluvia estaba instalada llegó El Chino a mi champa. Me pidió cigarros. Está molesto porque dice que se le acabaron los suyos y que los compañeros dicen que no van a traer sino hasta el próximo abasto, que será en un mes. A mí sólo me quedan cinco cigarros. Le di uno. De todos modos, se fue molesto. Dice que la organización está fallando y que si no hay cigarros eso significa que hay problemas internos. Le dije que teníamos balas y comida. No me escuchó. Dijo que guardaría el cigarro para mañana y que me vendría a ver en un par de días. También me habló de su jardín de orquídeas. No lo he visto hace una semana. Dice que en la última caminata consiguió una flor violeta y que la puso junto a la que le regaló Gabriela, la muchacha que vino de la universidad a hablarnos de Hegel. Otra vez me reclamó por lo de mi romance con ella. Lo hizo entre risas. Me dijo que yo era una mosquita muerta. Desde que llegó al campamento todos querían cogérsela. Todos, hasta el capitán Antonio. Yo sólo quería preguntarle más sobre los temas de los que iba a hablarnos en su taller. Terminamos haciendo el amor. Ella me habló de filosofía, de retruécanos y calambures. Se quedó en mi champa todo el mes que estuvo aquí. Luego se fue (pero eso ya lo escribí antes). Desde entonces no se me para. Van a ser tres semanas. Todo un récord. La Chiqui es buena compañera, pero no me atrae en absoluto. Los compas dicen que en la guerra cualquier hoyo es trinchera, pero yo no estoy convencido; no todavía. Cuando vino Gabriela y se quedó conmigo los compañeros se molestaron al principio; incluso el capitán estuvo extraño aquellos días. Luego se les pasó. Siguieron sonriendo como siempre. Sabían que ella se iría y que dentro de un tiempo vendrán otras compañeras que hablarían de otras cosas, o que llegarían las internacionalistas. A ellas les atraen los mayas. El capitán suele presumir sus conquistas. Es buen hombre, aunque muy estricto conmigo.

Por la noche se oyó un combate. Deben ser los compañeros del Ho Chi Minh. Se oía lejos. No duró mucho. Si acaso, tres horas. Es seguro que mañana habrá que ir a explorar y hacer contacto con ellos. Sigue lloviendo. Sí, es mejor no enviar el correo a mi madre. Mañana voy a necesitar mis calcetines secos. Quiero dormir con los pies calientes.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Minificción. Pesadilla

El hombre viene hacia mí. Tiene los ojos encarnados y me mira con odio, como animal. Los otros, los que comparten nuestro encierro y organizan la locura, vociferan y aplauden. Es obvio que esperan que yo lo parta en dos en cuanto esté a mi alcance. Así lo he hecho durante meses y por eso me temen. Trae algo en la mano, un tubo. Pero hoy estoy cansado, no quiero más golpes ni más gritos. Quiero imaginar mi bicicleta y verme acomodando el pan todavía caliente que vendo por las tardes. Blande el garrote, pero falla... Por más que lo intento, no puedo salir de aquí ni puedo tener la sonrisa de mi hijo de dos años. Siempre surgen estos hombres que intentan golpearme y que me amenazan como si yo tuviera algo suyo. Le doy el primer golpe y el hombre sangra y chilla como rata... Pero son ellos los que me roban siempre, cada vez que me obligan a hacer esto, cada vez que al intentar cerrar los ojos, descubro la pesadilla, el dolor de estar aquí atrapado y darme cuenta de que no tengo fuerzas para vivir, pero sí esa rabia que me obliga a patear al hombre que ahora se retuerce en el piso y descubre, como yo, que no tiene escapatoria.

jueves, 20 de marzo de 2008

Minificciones. Niña


Las lágrimas de una anciana caen al mar y lo perturban. Un momento después, al otro lado del mundo, una ola ligera llega a la orilla de la playa y está a punto de mojar los pies de una niña de dos años. La pequeña corre, pretende alejarse de la ola, pero no puede. Cuando se siente derrotada se detiene, se vuelve al mar, ve el sol naranja que se pierde en el firmamento y sonríe. Justo en ese momento, se orina. La marea vuelve, la mujer se agacha para remojar el rostro adolorido. Siente el agua fresca, diferente, y se enjuaga una sonrisa joven, renovada.

miércoles, 19 de marzo de 2008

CUENTOS. El separador de libros

De pronto, cuando el vagón del metro llegó a Viaducto, entró una mujer de unos treinta años más o menos. Alta, con el cabello negro. Parecía extranjera. Se sentó frente a mí y al momento sacó un libro. Era evidente, después de cinco días de espera, nuevamente tenía una oportunidad.
Yo hice como si siguiera leyendo la historia de un esclavo de origen tracio que 70 años antes de Cristo fue hecho gladiador y después se enfrentó al Imperio Romano. De reojo, observaba. Para entonces, no me importaba si Espartaco era gladiador o si seguía todavía como esclavo, tampoco me interesaba si se dirigía a la escuela de Padua, si permanecía en las minas africanas o si el narrador describía el bacanal organizado por algún tribuno romano. Me empezaron a interesar las facciones de la mujer, sus ojos y el tono canela de su piel brillante.
Sin dejar de verla, mi mente trabajaba. Hice cálculos, pensé posibilidades. Estimé que ella se bajaría después de la estación Hidalgo y que no había duda, era una de las elegidas para conformar el selecto grupo de las mujeres hermosas a las que yo les debía entregar un separador de libros.
En Chabacano subieron algunas personas. La mujer se acomodó más en su asiento, cruzó sus piernas y las puso, frente a mí, como si se abrazaran. Eran unas piernas largas. Llevaba sandalias así que también pude ver sus dedos limpios y las uñas perfectamente cortadas.
En la página 102, alcancé a ver que Antonino, el poeta de los esclavos, conversaba con Espartaco. Pero más que el diálogo, vi los brazos de la mujer. En ese momento pude definir mejor el color de su piel, era dorada. Los vellos se alcanzaban a ver claros, brillantes, contrastaban con el pelo negro, lacio y corto. Ella era un poema.
Cuando llegamos a San Antonio Abad me vio un momento, fue un instante. Pareció interesarse en mí. Muy pronto, comprendí que no me veía a mí sino al libro. Se le quedó viendo y yo hice lo mismo con el de ella. Pensé que cruzaríamos las miradas, una sonrisa, pero nada. Ella volvió a lo suyo, yo regresé a la conversación entre el líder de los esclavos y el poeta.
Pensándolo más, concluí que Pino Suarez era un riesgo pues era probable que ella se dirigiera a la glorieta del metro Insurgentes, tal vez a la Zona Rosa. Sin embargo, no se movía. Supuse que seguiría su marcha, tal vez hacia Hidalgo pues, seguramente, iba a la Universidad. Ahora tenía que estar alerta, en cualquier momento ella se iría y yo tenía que darle el separador de libros. De pronto, una anciana subió al metro y se puso frente a mí. Ya no podía ver a la mujer de los brazos dorados. Me paré, no con la intención de ser un caballero, sino más bien para recuperar mi visión privilegiada.
—Muchas gracias joven, es usted muy amable. ¿Le ayudo con su maletín?
—No gracias —le dije secamente a la anciana, sabiendo que si se lo entregaba tendría que verla a ella y no a la belleza que llevaba enfrente.
Ahora la tenía mucho más cerca. Su cabeza estaba a la altura de mi ombligo. Continué con mi lectura. El narrador de mi libro hacía una descripción de la campiña romana, sus caminos y el desarrollo del Imperio. Al dirigir la vista hacia ella, tuve un ángulo distinto. Era posible ver el escote discreto, pero revelador. La piel dorada seguía brillando y me fue posible también percibir —o adivinar— que no llevaba sostén. Todos los caminos conducen a Roma.
Así seguimos avanzando estación tras estación. Ella veía de vez en cuando mi libro, yo la veía a ella. Cuando llegué a Revolución busqué el separador en el que estaban anotados mis datos.
—Es un obsequio, para que no pierdas la lectura —dije.
—Gracias —sonrió.
Sonrió, sí sonrió, pensé mientras bajaba en San Cosme y me dirigía al trabajo. Va a llamar; ella sí va a llamar.
Salí a la luz de la calle. Era martes así que no había puestos callejeros, sólo el del periódico. Compré La Jornada y la metí en una bolsa de plástico mientras avanzaba a paso lento por Santa María la Ribera. Vi el reloj, las nueve y media, todavía tenía tiempo para llegar a la oficina. El movimiento allí no empezaría sino hasta las diez.
Ese día tuve que hacer varias cosas de rutina. Nada diferente ni nuevo. Eso sí, estuve todo el tiempo pendiente del teléfono. Cuando sonó a eso de las tres de la tarde, al otro lado de la línea escuché la voz de mujer.
—¿Hola?, tengo en un separador de libros tus datos y quería...
—Si, claro, qué bueno que hablaste. Me encanta que lo hayas hecho. ¿Te ayudó a no perder la lectura?...
—Mira, tengo poco crédito en la tarjeta. Voy a enviarte un correo a la dirección que aparece allí, mi nombre es Varinia. Me respondes, ¿está bien? Chao.
Colgó, yo volví a la imagen de ella sentada en el metro y pensé en sus piernas que ahora no se abrazaban entre sí sino capturaban mi cintura y se deslizaban sobre mi torso mientras yo recorría lentamente con mis dedos su vello púbico.
El mensaje apareció al día siguiente:
“Hola. Me alegra poder comunicarme contigo. Quiero pensar que es posible que de una coincidencia surjan muchas posibilidades. Varinia”.
Sólo en ese momento advertí la formidable casualidad: Varinia era la mujer de Espartaco, el personaje de la novela que yo leía cuando vi a la extranjera la primera vez. Pensé que por eso se le quedaba leyendo al libro y hasta pensé que alguna de las sonrisas de ella eran porque seguro imaginaba que yo en ese momento estaba leyendo algún pasaje de la vida de esa mujer.
Inmediatamente empezamos a escribirnos. Inventamos una sábana en la que nos envolvíamos desnudos para conversar, abrazarnos y besarnos. Los correos eran cada vez más atrevidos y yo disfrutaba mucho cada lance.
Cuando le escribía a Varinia, yo recordaba la figura de la extranjera y cerraba los ojos para verla deslizarse desnuda en la cocina de su casa, preparando una ensalada, bebiendo una copa de vino y estirando sus largas y hermosas piernas. Esas imágenes me excitaban.
Una tarde, mientras estaba yo revisando el periódico entró un correo de ella que respondía a algo que yo le había escrito por la mañana. Era escueto:
“Yo no sé por que estoy con los ojos llenos de lágrimas. Creo que me conmueve tu dulzura, tu onda conmigo. Aquí me tienes llorando. No puedo escribir más pero quería decirte eso. Me voy querido, me voy porque me tengo que ir. Besos, gracias, abrazos, apapachos, ¿qué sé yo todo lo que te quiero mandar?”.
Por fin había logrado lo que siempre había soñado. Los cientos de separadores repartidos tan minuciosamente durante cinco años —ésos que me permitían salir por un momento del anonimato y de mi pequeñez de siempre— ahora se convertían en uno solo, en ése que había servido para el propósito para el que fue diseñado: hacer que alguien como yo conociera a alguien como Varinia. El tiempo de infructuosa búsqueda, de no tener respuesta, de esperar una llamada que no llegaba había terminado. Yo había elegido a la mujer de mis sueños y ahora la tenía cautivada, lista para conocernos y concretar un encuentro amoroso.
Tras unos días de seguir comunicándonos por correo electrónico, por fin quedamos de vernos, ella llegaría a mi departamento y nos prometimos que nos saludaríamos con un beso. Lo pulí todo e hice el plan completo para el encuentro. No me faltó ningún detalle.
A las siete en punto oí la puerta. Me levanté corriendo a abrazar a mi extranjera, a Varinia. Cuando abrí, encontré una criatura diminuta: ¡una enana estaba frente a la puerta! Ella sonreía.
—Hola —dijo con sus dientes brillantes— soy Varinia.
Me quedé un momento asombrado. No era la mujer a la que yo le había dado el separador y no era tampoco, estoy seguro, ninguna de las que habían recibido un separador y mi sonrisa. ¿Quién era ella?
—¿Puedo pasar? —dijo con su voz imposible, tan potente para aquel cuerpecito.
—Claro —le dije tratando de ocultar mi sorpresa.
Ella pasó, se le veía alegre, desinhibida, como si no se diera cuenta de su propio tamaño. Recorrió el salón con sus piecitos y sus pasitos cortos. Yo la vi deslizarse y le propuse que se sentara. Sus pies, desde luego, no alcanzaron el piso
Una vez que la tuve enfrente pude ver sus facciones, su rostro y su piel. Era una mujercita tan pequeña como hermosa. El rostro era perfecto, pero no como el de una muñequita ni nada que se le pareciera, era el rostro de una mujer atractiva, con los ojos brillantes. Su figura era también deliciosa. Los senos justos, correspondían exactamente al tamaño del torso y llevaba una playera delicada en la que se adivinaban los pesones erguidos.
Ella hablaba y yo la escuchaba pero más me detenía en los detalles y veía la perfección de ese cuerpo liliputiense. Estaba maravillado y además me encantaba el tono de su voz tan fuerte, tan potente, tan lleno de vida.
Poco a poco empecé a hablar también y nos fuimos descubriendo alegres. Ella no hizo mención a su estatura ni habló de mi evidente asombro de los primeros minutos. Estábamos allí, charlando como dos viejos amigos.
—¿Y el beso? —preguntó finalmente.
—Lo prometimos —dije, casi con osadía.
Fue un beso diferente. Su lengüita se deslizaba suavemente en mi boca y alcancé a meter la mía recorriendo sus encías, el paladar y hasta las anginas. Podía recorrerla toda y disfrutar de la suavidad y dulzura de su boca por completo.
El beso se fue prolongando y después llegó otro y muchos más. De pronto sentí que sus manos infantiles recorrían mi espalda y mis manotas empezaron a hacer lo propio. Rápidamente me dirigí a los senos y ella respondió con un gruñido. La levanté con una facilidad absoluta y la llevé a mi cama. Mientras yo avanzaba oía retumbar cada uno de mis pasos. Nos seguimos besando.
Ya en la habitación empecé a quitarle la ropa. Yo estaba encantado con esas prendas pequeñitas y perfectas las cuales, para mi asombro, fui aventando al piso sin preocuparme por el desorden que estaba generando. Pero fue más mi fascinación cuando vi el cuerpo tan exactamente definido de la mujer. Los pechos exactos, el vello rebosando, las piernas firmes y deliciosas. Me fui quitando la camisa y también la tiré hacia el piso, aventé los pantalones y vi los ojos de ella, casi delirantes. Me arrodillé despacio para no asfixiarla y la penetré. Ella dio un alarido que debió despertar a todo el vecindario. Fue un grito felino, ronco, brusco y estruendoso. Mientras la cabalgaba pensaba que ella no era pequeña, yo era un gigante, era Sansón, Goliat, el Cristo del Corcovado.
Hicimos el amor varias veces. Yo era un oso forcejeando con una liebre. Ella tenía una fuerza tremenda y además su vagina era profunda y sabia. Me hacía venir con vigor pero con calma y no parecía llenarse sino al contrario, pedía más y más. Recorrimos todo el departamento; quedó hecho un desastre lo cual no me importó en absoluto pues yo ahora me sentía dichoso, pleno, libre.
—Suerte que encontré ese separador tirado en el andén del metro —dijo mientras se vestía.
—Así es de maravilloso es el azar —respondí.
Ahora, días después, mientras escucho que el timbre de la casa suena otra vez, sonrío. Desde aquella tarde, ya no reparto ningún separador a las mujeres que llaman mi atención en el metro; simplemente los dejo caer al suelo, como si se tratara de semillas.

CUENTOS

El departamento

Después de dos años de convivir y de compartir su música, la televisión y hasta sus discusiones y conversaciones por teléfono, un domingo por la mañana vi, con mucha tristeza, que los vecinos estaban sacando sus cosas. Me abandonaban. ¿Qué haría yo si al lado no había nadie con quien compartir la vida?

Mi departamento era confortable. Estaba bien para alguien como yo, un estudiante de esperanto a quien le bastaba con una recámara, una breve estancia, un pequeño baño y una cocina que se comunicaba, visualmente, con el departamento contiguo a través de ventanales que daban a un cubo de luz y un patio interior pequeño y lleno de flores.

Lo que todos consideraban el principal problema de aquel lugar era más bien su principal virtud: la delgadez de las paredes me permitía escuchar todo lo que ocurría al lado. Pero ahora ellos se marchaban y yo tendría que convivir con el odioso silencio.

Al principio las cosas marcharon relativamente bien. Hubo un par de meses en los que logré adaptarme al hecho de que nadie comiera, durmiera o caminara al lado de mi casa.

Afortunadamente eso no podía durar mucho tiempo y sentí algo que no podría ser sino felicidad cuando un sábado, a las siete de la mañana, un camión se detuvo frente al edificio. Me asomé a la ventana y vi como unos hombres bajaron, uno a uno, muebles, utensilios y enseres de quien llegaba al departamento contiguo. No tardé mucho en enterarme de algunas cosas.

—Dice la güerita que esa mesa la coloquemos junto a la ventana de su recámara.

—¿Para qué la querrá allí? Está bien pinche alta.

—Tú ponla allí, güey.

—Después de eso sólo falta la cama, mai. Y está bien pinche pesada.

—No, pus si le debe dar batalla.

Inmediatamente vi cómo sacaban las partes de la cama. El tambor y la cabecera eran de hierro forjado y estaban reforzados con piezas nuevas. El colchón me dio la idea de la dimensión de la cama. Era enorme. Todavía bajaron un espejo redondo, grandísimo.

Durante toda una semana siguió el silencio. Una tarde, mientras yo leía, alguien tocó a mi puerta. Dudé antes de abrir.

—Hola, soy Andrea, tu nueva vecina.

—Hola —dije secamente.
Andrea llevaba el cabello recogido en una cola de caballo que me permitió ver su largo cuello. Vestía una blusa ligera, sin mangas y tan ceñida que me hizo pensar que en realidad no era tan delgada como parecía a primera vista.

—¿Puedo servirte en algo? —le pregunté esperando que no dijera nada.

—No, sólo quería presentarme. Ya me voy.

—Espera —le dije en un acto casi de osadía.

—¿Dime?

—¿Tienes equipo de sonido?

—No, no tengo ningún aparato electrónico. Ni siquiera teléfono. No me gusta el ruido.

No le dije nada pero lamenté su respuesta. La nuestra sería una convivencia difícil. Al principio el silencio me exasperó otra vez. Sin embargo, para mi suerte, el vacío duró poco.

Una noche calurosa nos encontrábamos en la cocina de nuestros respectivos departamentos. Ella vestía una camisa de hombre y sólo había abrochado un par de botones. Era obvio que no llevaba brassier porque sus pechos se movían libremente cuando picaba un jitomate o un pepino. Yo no quería perturbarla y por eso bajaba la vista cuando creía que ella iba a mirar hacia el lugar en que yo me encontraba. Pero finalmente coincidimos. Me saludó con un gesto y sonrió. Al instante, completamente turbado, me fui a mi habitación. Un momento después regresé y sin prender la luz entré a la cocina porque quería una bebida. Cerré el refrigerador y estaba a punto de irme cuando me di cuenta que ella estaba en su baño. Me oculté lo suficiente para que no me viera. La mujer se quitó la camisa y pude ver sus pechos redondos y exactos. Luego se quitó el bloomer y quedó completamente desnuda. Sus piernas eran fuertes y bien torneadas. Era realmente hermosa. Se ató el cabello con una liga, se asomó al espejo para ver sus dientes y yo pude ver sus nalgas y hasta un tatuaje que llevaba al final de la espalda. Seguí tratando de ocultarme pero no estoy seguro de haberlo conseguido. Era posible que ella me hubiera visto pero siguió moviéndose como si nada, como si yo no estuviera allí. Abrió la ducha y luego entró a bañarse. Jaló la puerta corrediza pero gracias a que era transparente pude seguir viendo su silueta. Se enjabonó despacio, acariciando todo su cuerpo. Yo podía distinguir cómo sus manos recorrían sus pechos, su estómago, sus piernas. Mi erección no tardó. Ella se bañó un largo rato y yo empecé a masturbarme suavemente mientras ella seguía jugando con el agua. Alcancé a verla cuando salió de la regadera y empezó a secarse. Luego tomó un frasco de crema y empezó a untársela. De pronto los dos escuchamos que su puerta se abría. Ella pareció congelarse un momento y vio hacia donde yo estaba. No sé si pudo distinguirme pues yo creía que la penumbra me escondía. Pero por un momento se quedó estática, como si el juego hubiera terminado y ella se disculpara por no poder seguir en nuestro encuentro furtivo.

—¡Andrea, estoy aquí!

A partir de ese momento empecé a escuchar a la mujer todo el tiempo. Esa noche estaba yo a punto de dormir cuando la oí en su recámara.

—Así, así. Acaríciame las piernas.

—Eres tan hermosa, Andrea.

—Recorre mi vientre con tu mano. Sin prisa. Haz como si quisieras quedarte allí para siempre.

—¿Así te gusta?

—Así, sí.

Pude imaginarla mientras sus jadeos y gritos aumentaban. Ella debía estar completamente desnuda, debajo de él. Sus manos debían estar apretando una sábana o la almohada y su piel tendría que estar brillante, reluciente. Los ojos tendrían que estar cerrados y sólo de pronto debió abrirlos para verlo a él directamente.

—Muévete más, más rápido. Así, sí, así. Más, más, más. Ahhh.

Los rechinidos de la cama eran cada vez más fuertes y también en mis oídos estallaban sus jadeos. Pronto vinieron los gritos de ambos y el clímax. Luego empezaron otra vez. Yo podía escuchar sus besos y casi me era posible percibir sus lenguas juntándose ansiosas, palpitantes.

Esta vez hicieron el amor lentamente. Los gritos de Andrea se daban en oleadas. Era como si gritara para mí, como si me aconsejara, como si jugara también con mis sentidos. Yo escuchaba clarito cuando pedía “más, más, más”.

La turbación y también el deseo me hicieron levantarme mientras ellos continuaban su juego. Fui a buscar un vaso de agua y justo cuando iba a salir de mi cocina vi que la luz de su baño se encendía.

Era como si me hubiera estado esperando, como si deseara que yo llegara allí en ese momento. Pude ver que Andrea tenía la piel perlada de sudor. Llevaba el cabello suelto. Le llegaba a media espalda. Me gustó la manera como su pelo brillaba esa noche y la forma en que empezó a acariciarlo mientras se veía en el espejo. Vi una vez más sus muslos y pantorrillas. Y la vi cerrar sus ojos como si sintiera un nuevo orgasmo. Yo empecé a acariciarme. Dejé caer mi short y empecé a frotarme con fuerza.

Ella empezó a lavarse las manos y luego se detuvo en el cancel de la puerta, justo frente a mí. Yo, como la otra vez, tenía la luz apagada. Fue como si me regalara ese momento. Siguió acariciándose el cabello y luego rozó sus pechos, su abdomen y su pubis. Pude ver sus vellos rizados y espesos. Se tocó lentamente mientras yo jalaba cada vez más rápido. Ella cerraba los ojos cuando ambos escuchamos el grito.

—Andrea, vente ya.

Abrió los ojos y fue como si me desafiara. Justo en ese momento empecé a vaciarme.

La siguiente noche sucedió casi exactamente lo mismo. A las diez él empezó a acariciar a Andrea y yo empecé a escuchar sus jadeos y súplicas. Su “más, más, más”, se convirtió en rutina de todas las noches. Yo escuchaba el momento cuando ella iba al baño y a veces hasta la acompañaba mientras se duchaba. Ellos hacían el amor y yo me masturbaba cada noche. Cuando ella se bañaba yo incluso imaginaba que enjuagaba su espalda, que le acariciaba el cuello muy lentamente o que mi lengua empezaba a recorrer sus axilas y sus brazos. Hasta llegué a pensar cómo sería la espesura de su pubis entre mis labios.

Los días pasaron pero una noche, justo cuando ella iba a ir al baño y yo a la cocina, él le gritó.

—¿Por qué te vas, Andrea? Quiero que te quedes aquí, conmigo. Quiero seguir oliendo tu piel.

—Sólo es un momento, espérame.

—Es que a veces hasta te bañas y eso no me gusta. Me da la idea de que te estás limpiando.

—No, no es eso, cómo crees. Simplemente me gusta alejarme un momento.

—Pues yo no quiero que te alejes. Quédate aquí.

Ellos siguieron discutiendo y aunque después pareció que se reconciliaban, las diferencias fueron en aumento. Yo no sabía qué hacer. Quería decirles que no pelearan, que sus pleitos no valían la pena. Pero claro, no abrí la boca. Solamente seguí escuchando.

Todavía hubo unos pocos días en que hacían el amor también en las mañanas. En esos días Andrea no iba al baño pero gritaba más fuerte, como si quisiera que yo la escuchara con mayor intensidad. En esos momentos yo no podía estudiar porque ella jadeaba como una loca. Sus gritos me excitaban completamente. Empecé a fisgonear por la mirilla de la puerta y cuando él se iba yo iba a mi cocina, a ocultarme, para ver si ella pasaba por allí.

Finalmente, rompieron. La discusión empezó por una tontería, por algo que realmente no valía la pena. Hubo muchos gritos aquella tarde. Él le dijo de todo pero ella tampoco pareció tener muchos deseos de defenderse o de evitar que él se fuera. Al contrario, todo parecía indicar que ella lo incitaba a que se marchara. Yo sufrí mucho al escucharlos. Hubiera debido intervenir pero estaba congelado en un asiento de mi sala. Casi no pude más cuando escuché el portazo. Unos minutos después sonó el timbre de mi casa. No quise moverme.

Ella insistió y empezó a tocar la puerta con sus manos.

—¡Ya estoy libre! —dijo y siguió golpeando la puerta una y otra vez.

Al otro lado, con mi espalda apoyada sobre la puerta y a punto de empezar a llorar, yo me preguntaba cuánto tiempo tardaría ella en encontrar un nuevo amante y cuánto tiempo demoraría esta vez el agobio de la soledad terrible que provoca el silencio.

Autorretrato

Mi madre, una mujer buena y sensata, dice que al verme la primera vez se sorprendió: “¿en dónde quedó el rostro que acompañará esos ojos?”, se preguntó. Fue la primera impresión. Pasado el susto, vinieron la alegría y las risas.

Romántica como es, pensó en llamarme Farjat, como aquel personaje enamorado que espera toda su vida el amor que nunca llega. Rebelde como es, mi padre opinó que debía llamarme Espartaco, como aquel esclavo que se hizo gladiador y terminó incendiando el imperio romano, reclamando justicia y sembrando sueños. Finalmente prevaleció el guerrero y desde un primero de enero de 1968, quien me conoce me dice así: Espartaco.

Al principio, el nombre me ocasionó desasosiego: ¿por qué no llamarme Luis, Jorge o Alfredo, como mis amigos? ¿Por qué no Pedro, como mi hermano? ¿En dónde encontraría un tocayo? El tiempo me trajo tranquilidad y comprensión. El nombre terminó por gustarme.

Cuando tenía ocho años me asomé a una enciclopedia de doce tomos para saber si allí habría información sobre Espartaco. Encontré un dibujo que me impresionó para siempre: el personaje blandía una espada tras matar a su caballo, había decidido que tenía que andar a pie igual que todos sus guerreros, sin privilegios y haciendo el mismo sacrificio que el más pequeño de sus hombres.

Años después leí la novela de Howard Fast, me cautivó. La subrayé tanto como me lo permitieron las 200 páginas. Aprendí pasajes, nombres, lugares. Quería ser como él, incendiar algún lugar, aprender de lo más simple y resolver lo más difícil.

La vida me llevó de un lado a otro. El amor me hizo entregarme a una causa, a muchas causas, y después me arrebató de allí para ponerme en donde estoy, con cientos de preguntas pendientes, con sueños por cumplir y con una palabra que no quiero extraviar nunca: esperanza.