miércoles, 19 de marzo de 2008

CUENTOS. El separador de libros

De pronto, cuando el vagón del metro llegó a Viaducto, entró una mujer de unos treinta años más o menos. Alta, con el cabello negro. Parecía extranjera. Se sentó frente a mí y al momento sacó un libro. Era evidente, después de cinco días de espera, nuevamente tenía una oportunidad.
Yo hice como si siguiera leyendo la historia de un esclavo de origen tracio que 70 años antes de Cristo fue hecho gladiador y después se enfrentó al Imperio Romano. De reojo, observaba. Para entonces, no me importaba si Espartaco era gladiador o si seguía todavía como esclavo, tampoco me interesaba si se dirigía a la escuela de Padua, si permanecía en las minas africanas o si el narrador describía el bacanal organizado por algún tribuno romano. Me empezaron a interesar las facciones de la mujer, sus ojos y el tono canela de su piel brillante.
Sin dejar de verla, mi mente trabajaba. Hice cálculos, pensé posibilidades. Estimé que ella se bajaría después de la estación Hidalgo y que no había duda, era una de las elegidas para conformar el selecto grupo de las mujeres hermosas a las que yo les debía entregar un separador de libros.
En Chabacano subieron algunas personas. La mujer se acomodó más en su asiento, cruzó sus piernas y las puso, frente a mí, como si se abrazaran. Eran unas piernas largas. Llevaba sandalias así que también pude ver sus dedos limpios y las uñas perfectamente cortadas.
En la página 102, alcancé a ver que Antonino, el poeta de los esclavos, conversaba con Espartaco. Pero más que el diálogo, vi los brazos de la mujer. En ese momento pude definir mejor el color de su piel, era dorada. Los vellos se alcanzaban a ver claros, brillantes, contrastaban con el pelo negro, lacio y corto. Ella era un poema.
Cuando llegamos a San Antonio Abad me vio un momento, fue un instante. Pareció interesarse en mí. Muy pronto, comprendí que no me veía a mí sino al libro. Se le quedó viendo y yo hice lo mismo con el de ella. Pensé que cruzaríamos las miradas, una sonrisa, pero nada. Ella volvió a lo suyo, yo regresé a la conversación entre el líder de los esclavos y el poeta.
Pensándolo más, concluí que Pino Suarez era un riesgo pues era probable que ella se dirigiera a la glorieta del metro Insurgentes, tal vez a la Zona Rosa. Sin embargo, no se movía. Supuse que seguiría su marcha, tal vez hacia Hidalgo pues, seguramente, iba a la Universidad. Ahora tenía que estar alerta, en cualquier momento ella se iría y yo tenía que darle el separador de libros. De pronto, una anciana subió al metro y se puso frente a mí. Ya no podía ver a la mujer de los brazos dorados. Me paré, no con la intención de ser un caballero, sino más bien para recuperar mi visión privilegiada.
—Muchas gracias joven, es usted muy amable. ¿Le ayudo con su maletín?
—No gracias —le dije secamente a la anciana, sabiendo que si se lo entregaba tendría que verla a ella y no a la belleza que llevaba enfrente.
Ahora la tenía mucho más cerca. Su cabeza estaba a la altura de mi ombligo. Continué con mi lectura. El narrador de mi libro hacía una descripción de la campiña romana, sus caminos y el desarrollo del Imperio. Al dirigir la vista hacia ella, tuve un ángulo distinto. Era posible ver el escote discreto, pero revelador. La piel dorada seguía brillando y me fue posible también percibir —o adivinar— que no llevaba sostén. Todos los caminos conducen a Roma.
Así seguimos avanzando estación tras estación. Ella veía de vez en cuando mi libro, yo la veía a ella. Cuando llegué a Revolución busqué el separador en el que estaban anotados mis datos.
—Es un obsequio, para que no pierdas la lectura —dije.
—Gracias —sonrió.
Sonrió, sí sonrió, pensé mientras bajaba en San Cosme y me dirigía al trabajo. Va a llamar; ella sí va a llamar.
Salí a la luz de la calle. Era martes así que no había puestos callejeros, sólo el del periódico. Compré La Jornada y la metí en una bolsa de plástico mientras avanzaba a paso lento por Santa María la Ribera. Vi el reloj, las nueve y media, todavía tenía tiempo para llegar a la oficina. El movimiento allí no empezaría sino hasta las diez.
Ese día tuve que hacer varias cosas de rutina. Nada diferente ni nuevo. Eso sí, estuve todo el tiempo pendiente del teléfono. Cuando sonó a eso de las tres de la tarde, al otro lado de la línea escuché la voz de mujer.
—¿Hola?, tengo en un separador de libros tus datos y quería...
—Si, claro, qué bueno que hablaste. Me encanta que lo hayas hecho. ¿Te ayudó a no perder la lectura?...
—Mira, tengo poco crédito en la tarjeta. Voy a enviarte un correo a la dirección que aparece allí, mi nombre es Varinia. Me respondes, ¿está bien? Chao.
Colgó, yo volví a la imagen de ella sentada en el metro y pensé en sus piernas que ahora no se abrazaban entre sí sino capturaban mi cintura y se deslizaban sobre mi torso mientras yo recorría lentamente con mis dedos su vello púbico.
El mensaje apareció al día siguiente:
“Hola. Me alegra poder comunicarme contigo. Quiero pensar que es posible que de una coincidencia surjan muchas posibilidades. Varinia”.
Sólo en ese momento advertí la formidable casualidad: Varinia era la mujer de Espartaco, el personaje de la novela que yo leía cuando vi a la extranjera la primera vez. Pensé que por eso se le quedaba leyendo al libro y hasta pensé que alguna de las sonrisas de ella eran porque seguro imaginaba que yo en ese momento estaba leyendo algún pasaje de la vida de esa mujer.
Inmediatamente empezamos a escribirnos. Inventamos una sábana en la que nos envolvíamos desnudos para conversar, abrazarnos y besarnos. Los correos eran cada vez más atrevidos y yo disfrutaba mucho cada lance.
Cuando le escribía a Varinia, yo recordaba la figura de la extranjera y cerraba los ojos para verla deslizarse desnuda en la cocina de su casa, preparando una ensalada, bebiendo una copa de vino y estirando sus largas y hermosas piernas. Esas imágenes me excitaban.
Una tarde, mientras estaba yo revisando el periódico entró un correo de ella que respondía a algo que yo le había escrito por la mañana. Era escueto:
“Yo no sé por que estoy con los ojos llenos de lágrimas. Creo que me conmueve tu dulzura, tu onda conmigo. Aquí me tienes llorando. No puedo escribir más pero quería decirte eso. Me voy querido, me voy porque me tengo que ir. Besos, gracias, abrazos, apapachos, ¿qué sé yo todo lo que te quiero mandar?”.
Por fin había logrado lo que siempre había soñado. Los cientos de separadores repartidos tan minuciosamente durante cinco años —ésos que me permitían salir por un momento del anonimato y de mi pequeñez de siempre— ahora se convertían en uno solo, en ése que había servido para el propósito para el que fue diseñado: hacer que alguien como yo conociera a alguien como Varinia. El tiempo de infructuosa búsqueda, de no tener respuesta, de esperar una llamada que no llegaba había terminado. Yo había elegido a la mujer de mis sueños y ahora la tenía cautivada, lista para conocernos y concretar un encuentro amoroso.
Tras unos días de seguir comunicándonos por correo electrónico, por fin quedamos de vernos, ella llegaría a mi departamento y nos prometimos que nos saludaríamos con un beso. Lo pulí todo e hice el plan completo para el encuentro. No me faltó ningún detalle.
A las siete en punto oí la puerta. Me levanté corriendo a abrazar a mi extranjera, a Varinia. Cuando abrí, encontré una criatura diminuta: ¡una enana estaba frente a la puerta! Ella sonreía.
—Hola —dijo con sus dientes brillantes— soy Varinia.
Me quedé un momento asombrado. No era la mujer a la que yo le había dado el separador y no era tampoco, estoy seguro, ninguna de las que habían recibido un separador y mi sonrisa. ¿Quién era ella?
—¿Puedo pasar? —dijo con su voz imposible, tan potente para aquel cuerpecito.
—Claro —le dije tratando de ocultar mi sorpresa.
Ella pasó, se le veía alegre, desinhibida, como si no se diera cuenta de su propio tamaño. Recorrió el salón con sus piecitos y sus pasitos cortos. Yo la vi deslizarse y le propuse que se sentara. Sus pies, desde luego, no alcanzaron el piso
Una vez que la tuve enfrente pude ver sus facciones, su rostro y su piel. Era una mujercita tan pequeña como hermosa. El rostro era perfecto, pero no como el de una muñequita ni nada que se le pareciera, era el rostro de una mujer atractiva, con los ojos brillantes. Su figura era también deliciosa. Los senos justos, correspondían exactamente al tamaño del torso y llevaba una playera delicada en la que se adivinaban los pesones erguidos.
Ella hablaba y yo la escuchaba pero más me detenía en los detalles y veía la perfección de ese cuerpo liliputiense. Estaba maravillado y además me encantaba el tono de su voz tan fuerte, tan potente, tan lleno de vida.
Poco a poco empecé a hablar también y nos fuimos descubriendo alegres. Ella no hizo mención a su estatura ni habló de mi evidente asombro de los primeros minutos. Estábamos allí, charlando como dos viejos amigos.
—¿Y el beso? —preguntó finalmente.
—Lo prometimos —dije, casi con osadía.
Fue un beso diferente. Su lengüita se deslizaba suavemente en mi boca y alcancé a meter la mía recorriendo sus encías, el paladar y hasta las anginas. Podía recorrerla toda y disfrutar de la suavidad y dulzura de su boca por completo.
El beso se fue prolongando y después llegó otro y muchos más. De pronto sentí que sus manos infantiles recorrían mi espalda y mis manotas empezaron a hacer lo propio. Rápidamente me dirigí a los senos y ella respondió con un gruñido. La levanté con una facilidad absoluta y la llevé a mi cama. Mientras yo avanzaba oía retumbar cada uno de mis pasos. Nos seguimos besando.
Ya en la habitación empecé a quitarle la ropa. Yo estaba encantado con esas prendas pequeñitas y perfectas las cuales, para mi asombro, fui aventando al piso sin preocuparme por el desorden que estaba generando. Pero fue más mi fascinación cuando vi el cuerpo tan exactamente definido de la mujer. Los pechos exactos, el vello rebosando, las piernas firmes y deliciosas. Me fui quitando la camisa y también la tiré hacia el piso, aventé los pantalones y vi los ojos de ella, casi delirantes. Me arrodillé despacio para no asfixiarla y la penetré. Ella dio un alarido que debió despertar a todo el vecindario. Fue un grito felino, ronco, brusco y estruendoso. Mientras la cabalgaba pensaba que ella no era pequeña, yo era un gigante, era Sansón, Goliat, el Cristo del Corcovado.
Hicimos el amor varias veces. Yo era un oso forcejeando con una liebre. Ella tenía una fuerza tremenda y además su vagina era profunda y sabia. Me hacía venir con vigor pero con calma y no parecía llenarse sino al contrario, pedía más y más. Recorrimos todo el departamento; quedó hecho un desastre lo cual no me importó en absoluto pues yo ahora me sentía dichoso, pleno, libre.
—Suerte que encontré ese separador tirado en el andén del metro —dijo mientras se vestía.
—Así es de maravilloso es el azar —respondí.
Ahora, días después, mientras escucho que el timbre de la casa suena otra vez, sonrío. Desde aquella tarde, ya no reparto ningún separador a las mujeres que llaman mi atención en el metro; simplemente los dejo caer al suelo, como si se tratara de semillas.

2 comentarios:

VAGABUNDO dijo...

Las semillas, en estos tiempos, germinan y florecen de maneras distintas. Somos unos transgénicos. En horabuena profesor!!! Que chingón leerle!

Sandra dijo...

Me ha cautivado profe. Muchas gracias por compartir una parte de usted con nosotros.