miércoles, 9 de mayo de 2012

Cuento

El departamento



Después de dos años de convivir y de compartir su música, la televisión y hasta sus discusiones y conversaciones por teléfono, un domingo por la mañana vi, con mucha tristeza, que los vecinos estaban sacando sus cosas. Me abandonaban. ¿Qué haría yo si al lado no había nadie con quien compartir la vida?

Mi departamento era confortable. Estaba bien para alguien como yo, un estudiante de esperanto a quien le bastaba con una recámara, una breve estancia, un pequeño baño y una cocina que se comunicaba, visualmente, con el departamento contiguo a través de ventanales que daban a un cubo de luz y un patio interior pequeño y lleno de flores.

Lo que todos consideraban el principal problema de aquel lugar era más bien su principal virtud: la delgadez de las paredes me permitía escuchar todo lo que ocurría al lado. Pero ahora ellos se marchaban y yo tendría que convivir con el odioso silencio.

Al principio las cosas marcharon relativamente bien. Hubo un par de meses en los que logré adaptarme al hecho de que nadie comiera, durmiera o caminara al lado de mi casa.

Afortunadamente eso no podía durar mucho tiempo y sentí algo que no podría ser sino felicidad cuando un sábado, a las siete de la mañana, un camión se detuvo frente al edificio. Me asomé a la ventana y vi como unos hombres bajaron, uno a uno, muebles, utensilios y enseres de quien llegaba al departamento contiguo. No tardé mucho en enterarme de algunas cosas.

—Dice la güerita que esa mesa la coloquemos junto a la ventana de su recámara.

—¿Para qué la querrá allí? Está bien pinche alta.

—Tú ponla allí, güey.

—Después de eso sólo falta la cama, mai. Y está bien pinche pesada.

—No, pus si le debe dar batalla.

Inmediatamente vi cómo sacaban las partes de la cama. El tambor y la cabecera eran de hierro forjado y estaban reforzados con piezas nuevas. El colchón me dio la idea de la dimensión de la cama. Era enorme. Todavía bajaron un espejo redondo, grandísimo.

Durante toda una semana siguió el silencio. Una tarde, mientras yo leía, alguien tocó a mi puerta. Dudé antes de abrir.

—Hola, soy Andrea, tu nueva vecina.

—Hola —dije secamente.

Andrea llevaba el cabello recogido en una cola de caballo que me permitió ver su largo cuello. Vestía una blusa ligera, sin mangas y tan ceñida que me hizo pensar que en realidad no era tan delgada como parecía a primera vista.

—¿Puedo servirte en algo? —le pregunté esperando que no dijera nada.

—No, sólo quería presentarme. Ya me voy.

—Espera —le dije en un acto casi de osadía.

—¿Dime?

—¿Tienes equipo de sonido?

—No, no tengo ningún aparato electrónico. Ni siquiera teléfono. No me gusta el ruido.

No le dije nada pero lamenté su respuesta. La nuestra sería una convivencia difícil. Al principio el silencio me exasperó otra vez. Sin embargo, para mi suerte, el vacío duró poco.

Una noche calurosa nos encontrábamos en la cocina de nuestros respectivos departamentos. Ella vestía una camisa de hombre y sólo había abrochado un par de botones. Era obvio que no llevaba brassier porque sus pechos se movían libremente cuando picaba un jitomate o un pepino. Yo no quería perturbarla y por eso bajaba la vista cuando creía que ella iba a mirar hacia el lugar en que yo me encontraba. Pero finalmente coincidimos. Me saludó con un gesto y sonrió. Al instante, completamente turbado, me fui a mi habitación. Un momento después regresé y sin prender la luz entré a la cocina porque quería una bebida. Cerré el refrigerador y estaba a punto de irme cuando me di cuenta que ella estaba en su baño. Me oculté lo suficiente para que no me viera. La mujer se quitó la camisa y pude ver sus pechos redondos y exactos. Luego se quitó el bloomer y quedó completamente desnuda. Sus piernas eran fuertes y bien torneadas. Era realmente hermosa. Se ató el cabello con una liga, se asomó al espejo para ver sus dientes y yo pude ver sus nalgas y hasta un tatuaje que llevaba al final de la espalda. Seguí tratando de ocultarme pero no estoy seguro de haberlo conseguido. Era posible que ella me hubiera visto pero siguió moviéndose como si nada, como si yo no estuviera allí. Abrió la ducha y luego entró a bañarse. Jaló la puerta corrediza pero gracias a que era transparente pude seguir viendo su silueta. Se enjabonó despacio, acariciando todo su cuerpo. Yo podía distinguir cómo sus manos recorrían sus pechos, su estómago, sus piernas. Mi erección no tardó. Ella se bañó un largo rato y yo empecé a masturbarme suavemente mientras ella seguía jugando con el agua. Alcancé a verla cuando salió de la regadera y empezó a secarse. Luego tomó un frasco de crema y empezó a untársela. De pronto los dos escuchamos que su puerta se abría. Ella pareció congelarse un momento y vio hacia donde yo estaba. No sé si pudo distinguirme pues yo creía que la penumbra me escondía. Pero por un momento se quedó estática, como si el juego hubiera terminado y ella se disculpara por no poder seguir en nuestro encuentro furtivo.

—¡Andrea, estoy aquí!

A partir de ese momento empecé a escuchar a la mujer todo el tiempo. Esa noche estaba yo a punto de dormir cuando la oí en su recámara.

—Así, así. Acaríciame las piernas.

—Eres tan hermosa, Andrea.

—Recorre mi vientre con tu mano. Sin prisa. Haz como si quisieras quedarte allí para siempre.

—¿Así te gusta?

—Así, sí.

Pude imaginarla mientras sus jadeos y gritos aumentaban. Ella debía estar completamente desnuda, debajo de él. Sus manos debían estar apretando una sábana o la almohada y su piel tendría que estar brillante, reluciente. Los ojos tendrían que estar cerrados y sólo de pronto debió abrirlos para verlo a él directamente.

—Muévete más, más rápido. Así, sí, así. Más, más, más. Ahhh.

Los rechinidos de la cama eran cada vez más fuertes y también en mis oídos estallaban sus jadeos. Pronto vinieron los gritos de ambos y el clímax. Luego empezaron otra vez. Yo podía escuchar sus besos y casi me era posible percibir sus lenguas juntándose ansiosas, palpitantes.

Esta vez hicieron el amor lentamente. Los gritos de Andrea se daban en oleadas. Era como si gritara para mí, como si me aconsejara, como si jugara también con mis sentidos. Yo escuchaba clarito cuando pedía “más, más, más”.

La turbación y también el deseo me hicieron levantarme mientras ellos continuaban su juego. Fui a buscar un vaso de agua y justo cuando iba a salir de mi cocina vi que la luz de su baño se encendía. Era como si me hubiera estado esperando, como si deseara que yo llegara allí en ese momento. Pude ver que Andrea tenía la piel perlada de sudor. Llevaba el cabello suelto. Le llegaba a media espalda. Me gustó la manera como su pelo brillaba esa noche y la forma en que empezó a acariciarlo mientras se veía en el espejo. Vi una vez más sus muslos y pantorrillas. Y la vi cerrar sus ojos como si sintiera un nuevo orgasmo. Yo empecé a acariciarme. Dejé caer mi short y empecé a frotarme con fuerza.

Ella empezó a lavarse las manos y luego se detuvo en el cancel de la puerta, justo frente a mí. Yo, como la otra vez, tenía la luz apagada. Fue como si me regalara ese momento. Siguió acariciándose el cabello y luego rozó sus pechos, su abdomen y su pubis. Pude ver sus vellos rizados y espesos. Se tocó lentamente mientras yo jalaba cada vez más rápido. Ella cerraba los ojos cuando ambos escuchamos el grito.

—Andrea, vente ya.

Abrió los ojos y fue como si me desafiara. Justo en ese momento empecé a vaciarme.

La siguiente noche sucedió casi exactamente lo mismo. A las diez él empezó a acariciar a Andrea y yo empecé a escuchar sus jadeos y súplicas. Su “más, más, más”, se convirtió en rutina de todas las noches. Yo escuchaba el momento cuando ella iba al baño y a veces hasta la acompañaba mientras se duchaba. Ellos hacían el amor y yo me masturbaba cada noche. Cuando ella se bañaba yo incluso imaginaba que enjuagaba su espalda, que le acariciaba el cuello muy lentamente o que mi lengua empezaba a recorrer sus axilas y sus brazos. Hasta llegué a pensar cómo sería la espesura de su pubis entre mis labios.

Los días pasaron pero una noche, justo cuando ella iba a ir al baño y yo a la cocina, él le gritó.

—¿Por qué te vas, Andrea? Quiero que te quedes aquí, conmigo. Quiero seguir oliendo tu piel.

—Sólo es un momento, espérame.

—Es que a veces hasta te bañas y eso no me gusta. Me da la idea de que te estás limpiando.

—No, no es eso, cómo crees. Simplemente me gusta alejarme un momento.

—Pues yo no quiero que te alejes. Quédate aquí.

Ellos siguieron discutiendo y aunque después pareció que se reconciliaban, las diferencias fueron en aumento. Yo no sabía qué hacer. Quería decirles que no pelearan, que sus pleitos no valían la pena. Pero claro, no abrí la boca. Solamente seguí escuchando.

Todavía hubo unos pocos días en que hacían el amor también en las mañanas. En esos días Andrea no iba al baño pero gritaba más fuerte, como si quisiera que yo la escuchara con mayor intensidad. En esos momentos yo no podía estudiar porque ella jadeaba como una loca. Sus gritos me excitaban completamente. Empecé a fisgonear por la mirilla de la puerta y cuando él se iba yo iba a mi cocina, a ocultarme, para ver si ella pasaba por allí.

Finalmente, rompieron. La discusión empezó por una tontería, por algo que realmente no valía la pena. Hubo muchos gritos aquella tarde. Él le dijo de todo pero ella tampoco pareció tener muchos deseos de defenderse o de evitar que él se fuera. Al contrario, todo parecía indicar que ella lo incitaba a que se marchara. Yo sufrí mucho al escucharlos. Hubiera debido intervenir pero estaba congelado en un asiento de mi sala. Casi no pude más cuando escuché el portazo. Unos minutos después sonó el timbre de mi casa. No quise moverme.

Ella insistió y empezó a tocar la puerta con sus manos.

—¡Ya estoy libre! —dijo y siguió golpeando la puerta una y otra vez.

Al otro lado, con mi espalda apoyada sobre la puerta y a punto de empezar a llorar, yo me preguntaba cuánto tiempo tardaría ella en encontrar un nuevo amante y cuánto tiempo demoraría esta vez el agobio de la soledad terrible que provoca el silencio.

Cuento

Alondra


Entré a la casa, aventé las llaves sobre la mesa y, mecánicamente, accioné la grabadora del teléfono. La voz de Iván sonreía: “¿Van a hacer algo especial esta noche? Háblennos”.

Me dirigí a la habitación. La casa estaba hecha un desastre: había colillas dispersas de cigarros, varios vasos sobre la mesa del comedor y platos sucios. En el sillón de la sala había una camisa —no sé de quien— y junto al piano varias copas de vino a medio beber.

Avancé por el pasillo, subí las escaleras y allí encontré el orden de siempre: mis pantuflas junto a la cama, el periódico colocado sobre la mesa de noche y la cajetilla de cigarros. Encendí uno y me dispuse a leer.

—¿Escuchaste el mensaje de Iván? —preguntó Gabriela, sin saludarme antes, desde el fondo de la otra habitación.

—Hoy no quiero ver a nadie —dije secamente. No dije que me interesaría ver a Alondra, pero no a Iván, su marido.

—No seas así, son nuestros amigos. En un instante lo arreglo todo y les hablas.

Empecé a leer el periódico como si Gaby no hubiera dicho nada. Pensé en Alondra. Recordé el día aquel cuando nos visitaron para una fiesta y me quedé un rato conversando a solas con ella y descubrí que tenía la mirada triste, quejumbrosa.

Aquella noche me platicó de una novela que estaba leyendo y la resumió tan bien que me perdí en sus ojos. Hubo un momento en que tuve el deseo de darle un beso y casi lo hice. Ya habíamos cerrado los ojos y yo estaba rozándola cuando entró alguien al saloncito en el que nos encontrábamos y nos interrumpió. Nos reímos torpemente y luego seguimos hablando de la novela sin que ninguno de los dos se atreviera a reiniciar el encuentro, no en ese momento.

—Háblale a Iván —me dijo ella cuando estuvo en el umbral de la puerta—. Dile que vengan a vernos, nos tomamos una copa y conversamos. Anda, no seas apático —dijo como anticipándose a un posible rechazo.

—No sé, no estoy seguro. Iván no termina de agradarme.

—Háblale, ¿qué puede pasar?

Busqué el número de Iván y Alondra. En la agenda lo escribí en la “A”, de ella. Empecé a marcar el número con desgano. Respondió la mujer. Oí su voz alegre, me reconoció de inmediato lo cual me dio gusto.

—¿Fernando? ¿Oyeron nuestro mensaje? ¿Qué hacen hoy? ¿Podemos llegar un rato a su casa?

Mientras hablaba recordé la vez que fui a visitarlos a su casa. Alguien me abrió y entré por una puerta excesivamente estrecha que daba a un pasillo oscuro que se abría de pronto a un patio luminoso, lleno de flores. Allí estaba Iván, con su cámara, y al centro del patio estaba Alondra, completamente desnuda, posando. Ella era una estatua, una perfecta estatua griega. Llevaba una corona de laurel y a sus pies estaba una túnica transparente que seguramente le había servido antes.

—¡Quítate ese cabello de la cara, chingada madre! —dijo él, antes de darse cuenta que yo estaba allí. Ella se acomodó el cabello y se me quedó viendo con sus ojos tristes. Luego sonrió y él se dio cuenta. Vi su turbación pero luego me sonrió y me sugirió que entrara a la sala, que él estaría conmigo en un momento. Avancé por el pasillo sin dejar de verla.

La sala estaba perfectamente acomodada. Había detalles de un gusto exquisito. Saqué un cigarrillo y empecé a rozarlo con mis dedos cuando entró Iván con los brazos abiertos. Ella entró detrás, con una bata blanca y los ojos fijos en el suelo. La mujer se disculpó y corrió a darse un baño.



—Pensamos que podríamos ir a tomar una copa a alguna parte. ¿Qué te parece? —preguntó Alondra.

—Aquí nos vemos, para ir en un solo auto. ¿A las diez?

A las diez y media sonó el timbre de la casa. Me levanté con cierto desgano a abrirles la puerta. Alondra estaba bellísima, llevaba un saco de piel, una blusa gris de cuello alto, una falda corta de mezclilla y unas botas que la hacían verse más alta todavía. Sonreía. Iván llegó con el pelo alborotado. Nos dimos un abrazo fuerte. Luego bajó Gabriela con su locuacidad de siempre.

Tomamos una copa de vino antes de salir. Iván hablaba de varias cosas. De vez en cuando besaba en el cuello a Alondra, a quien descubrí viéndome sin mucho disimulo. Yo hacía lo mismo.

Nos fuimos en el auto de Iván. Yo iba con Gaby atrás, tomados de la mano. Desde mi asiento, veía las piernas de la mujer de Iván. Ella parecía intuirlo porque jugaba con ellas y se volvía hacia mí sonriendo.

Entramos a un bar oscuro y agradable. Había dos pequeñas mesas vacías, un murmullo soportable y, de fondo, música de Ravel.

Jalé un banco y me senté frente a Iván. Alondra quedó a mi derecha. Él siguió hablando de su reciente viaje a Madrid, de programas de televisión que lo entretenían, de cierto equipo de futbol... Gabriela le seguía la corriente y yo buscaba hacer que mi pierna se encontrara con la de Alondra. Pronto coincidimos.

—¡Ya me fastidié de que no te animes a hacer las cosas! —dijo Alondra mientras yo dudaba si retirar mi pierna o no.

—No te preocupes, amor —dijo Iván, retomando una plática a la que yo no había puesto atención. —Esto lo vamos a hacer.

—Todas las parejas tenemos problemas —les dije como no queriendo dar importancia al exabrupto. Lo importante es conversar, tener confianza en el otro, encontrar las salidas juntos y no tomar decisiones unilateralmente.

Mientras decía esto, apoyé los codos sobre mis rodillas bajo la mesa y, lentamente, empecé a buscar las piernas de Alondra. Estaban cerca, muy cerca.

—Lo importante es estar de acuerdo —insistí— llegar a consensos, platicar las cosas. Es como si yo le preguntara algo a Alondra, para saber si quiere que siga haciendo algo... si ella dice sí, pues adelante, pero si dice no, lo mejor es detenerse. ¿No crees eso, Alondra?

—Sí, claro, estoy de acuerdo. Si, sí...

Mis dedos empezaron a deslizarse hacia sus muslos, los sentí firmes y generosos. La falda lo facilitó todo, sentí la suavidad de su piel y empecé por tocar lentamente sus rodillas. Mis manos hacían círculos suavemente, mientras sintonizaba mis ojos con los suyos.

—Pero bueno —dije— ¿no sé si debo seguir comentando esto que es tan de ustedes?...

—¡Sigue, por favor, sigue —confirmó Alondra.

Empecé a decir varias tonterías mientras mi mano derecha avanzaba lentamente de los muslos a la humedad de Alondra. La mesa era pequeña, lo suficiente para que yo estuviera cerca y mis movimientos fueran casi imperceptibles. Por fin llegué a su pubis. La mujer no traía calzones. Pronto sentí la textura de su vello. Ella se acomodó más en el banco para dejarse hacer. Mis dedos empezaron a enjuagarse en sus primeras muestras de deseo. Nuestros ojos se encontraban brevemente mientras yo seguía hablando sin siquiera saber de qué.

—No, eso si que no —dijo Gabriela—. Está bien que compartamos distintas cosas, que tengamos gustos diferentes, pero yo si creo que el hombre le debe poner más atención a su mujer. A mí me encanta que tú me busques todo el tiempo, Fer.

Me di cuenta que casi había metido la pata, justo cuando había entrado mi dedo.

—Yo creo que lo que dice Fernando es interesante, quiero seguir escuchándolo —dijo Alondra ya dominada por el deseo—. ¡Sigue, sigue!

En ese momento dudé si lo mejor era seguir jugando con mis dedos o sugerir una graciosa huida al baño.

—Yo creo que hay que profundizar en esto, dijo Iván. Y creo que sí sería oportuno hacer ver...

—¡No! —dijo Alondra, francamente excitada —espera a que termine Fernando, quiero terminar de escucharlo.

—Sí, dijo Gabriela, yo también quiero escuchar lo que tiene que decir. Déjalo.

Sonreí, Gaby sonrió. Estiré mi mano hacia ella y empecé el mismo juego que hacía unos segundos había iniciado con la otra mujer. Ahora, mi mano izquierda era para Gabriela y la derecha para Alondra. Las dos mujeres cerraban los ojos, hacían como que seguían el compás de la música, luego los abrían y, disimuladamente, sonreían. Iván decía incoherencias, yo estaba caliente. De pronto, justo cuando la humedad de las dos se volvía espuma, sentí una mano que empezaba a buscar mi pene. En ese momento, vi las manos de Gaby y de Alondra sobre la mesa, mientras Iván arrastraba secamente: “ahora me toca opinar a mí”.

jueves, 3 de mayo de 2012

El escritor

Ayer conocí al escritor. Él bebía un café y, cuidadosamente, hojeaba un periódico. Imaginé que sería imprudente interrumpirlo, así que seguí revisando su último libro, El tesoro que nadie busca.

Lo estuve observando. Pensé que en alguno de los breves momentos cuando interrumpía su lectura y tomaba un sorbo de café, podrían encontrarse nuestras miradas. Dos veces pareció que concidíamos, pero ante sus ojos, era como si yo me hiciera transparente y su mirada buscara lo que había a mis espaldas. Cogí su libro, el periódico, mi cuaderno, los cigarros y lo abordé.

—Es un gusto conocerlo —le dije con aplomo. Él dirigió sus ojos hacia mí y extendió la mano.

—¿Y quién soy yo? —me preguntó.

—El escritor, ¿quién más? —Noté que sonrió ligeramente. Hizo un ademán para que me sentara.

—Y ahora que te decidiste a hablarme, ¿qué querés saber del escritor? —me preguntó exagerando su acento.

—Quiero saber qué va a escribir mañana —se quedó en silencio.

—Mañana no voy a escribir nada —dijo finalmente con gravedad. Tuve que decirle que no entendía.

—Es fácil —explicó con un tono de voz grueso—. En primer lugar, yo no escribo, sino contesto. ¡Sí!, lo que yo hago es responder a otros. Mi trabajo es eso: veo una película y me hace pensar. Leo un libro y quiero dar mi versión, explicar cómo interpreto las cosas, recorrer el mismo laberinto pero visitando pasillos distintos y entrando a puertas diferentes. No importa si logro salir o no; es más, a veces quisiera quedarme atrapado. Mi vida es así: aprovecho lo que los otros hacen y me divierto llevando a todos a creer que finalmente encontré una idea nueva o que estoy contando algo que flota en mi cabeza. En segundo lugar… —empezó para luego detenerse, reflexionar un poco y finalmente continuar, remarcando cada palabra—. Mirá, te lo voy a decir francamente: ya estoy extenuado de seguir con lo mismo. Es bueno que ya sepás la respuesta a ver si me dejás de fastidiar. Lo que te acabo de decir es pura retórica, es la respuesta que siempre te tengo lista. La verdad es que la vida es una repetición constante y por eso no hay futuro, como tampoco hay mañana... Los momentos vuelven eternamente y ayer y mañana estaremos otra vez vos y yo sentados aquí hablando de lo mismo, como si fuera nuevo, aunque en realidad lo que comentemos ya sea viejo e inútil y yo, al final, te diga lo mismo que te dije ayer y que te diré siempre. Mañana no escribiré nada, porque mañana es hoy y porque hoy es ayer, mañana y siempre. Vos no lo sabés ni lo entendés porque todo lo olvidamos, pero así es.

El escritor se levantó precipitadamente, como si hubiera recordado algo, como si un guión le dijera que tenía que marcharse. Apenas alcancé a escuchar sus últimas palabras. Se fue sin despedirse.

Pobre loco, pensé. Dejé a un lado El tesoro que nadie busca. Abrí mi cuaderno, y empecé a escribir un poema: El futuro y la esperanza.

Leí en el periódico las noticias del día anterior y sonreí pensando que al día siguiente iría a la playa con una mujer a quien había conocido la tarde previa y con la que, a lo mejor, podría construir un pedacito de ese futuro que el escritor quiso negarme.

Me sorprendí cuando la mujer a la que conocí la víspera —exactamente como la primera vez— se me acercó con cautela y, como si no me conociera, me preguntó si podía sentarse con migo mientras esperaba a alguien que, esta vez, tampoco llegó. Hablamos de una serie de cosas que yo ya sabía. Después de pensarlo un poco, me preguntó si querría acompañarla a la playa el día siguiente...