Alondra
Entré a la casa, aventé las llaves sobre la mesa y, mecánicamente, accioné la grabadora del teléfono. La voz de Iván sonreía: “¿Van a hacer algo especial esta noche? Háblennos”.
Me dirigí a la habitación. La casa estaba hecha un desastre: había colillas dispersas de cigarros, varios vasos sobre la mesa del comedor y platos sucios. En el sillón de la sala había una camisa —no sé de quien— y junto al piano varias copas de vino a medio beber.
Avancé por el pasillo, subí las escaleras y allí encontré el orden de siempre: mis pantuflas junto a la cama, el periódico colocado sobre la mesa de noche y la cajetilla de cigarros. Encendí uno y me dispuse a leer.
—¿Escuchaste el mensaje de Iván? —preguntó Gabriela, sin saludarme antes, desde el fondo de la otra habitación.
—Hoy no quiero ver a nadie —dije secamente. No dije que me interesaría ver a Alondra, pero no a Iván, su marido.
—No seas así, son nuestros amigos. En un instante lo arreglo todo y les hablas.
Empecé a leer el periódico como si Gaby no hubiera dicho nada. Pensé en Alondra. Recordé el día aquel cuando nos visitaron para una fiesta y me quedé un rato conversando a solas con ella y descubrí que tenía la mirada triste, quejumbrosa.
Aquella noche me platicó de una novela que estaba leyendo y la resumió tan bien que me perdí en sus ojos. Hubo un momento en que tuve el deseo de darle un beso y casi lo hice. Ya habíamos cerrado los ojos y yo estaba rozándola cuando entró alguien al saloncito en el que nos encontrábamos y nos interrumpió. Nos reímos torpemente y luego seguimos hablando de la novela sin que ninguno de los dos se atreviera a reiniciar el encuentro, no en ese momento.
—Háblale a Iván —me dijo ella cuando estuvo en el umbral de la puerta—. Dile que vengan a vernos, nos tomamos una copa y conversamos. Anda, no seas apático —dijo como anticipándose a un posible rechazo.
—No sé, no estoy seguro. Iván no termina de agradarme.
—Háblale, ¿qué puede pasar?
Busqué el número de Iván y Alondra. En la agenda lo escribí en la “A”, de ella. Empecé a marcar el número con desgano. Respondió la mujer. Oí su voz alegre, me reconoció de inmediato lo cual me dio gusto.
—¿Fernando? ¿Oyeron nuestro mensaje? ¿Qué hacen hoy? ¿Podemos llegar un rato a su casa?
Mientras hablaba recordé la vez que fui a visitarlos a su casa. Alguien me abrió y entré por una puerta excesivamente estrecha que daba a un pasillo oscuro que se abría de pronto a un patio luminoso, lleno de flores. Allí estaba Iván, con su cámara, y al centro del patio estaba Alondra, completamente desnuda, posando. Ella era una estatua, una perfecta estatua griega. Llevaba una corona de laurel y a sus pies estaba una túnica transparente que seguramente le había servido antes.
—¡Quítate ese cabello de la cara, chingada madre! —dijo él, antes de darse cuenta que yo estaba allí. Ella se acomodó el cabello y se me quedó viendo con sus ojos tristes. Luego sonrió y él se dio cuenta. Vi su turbación pero luego me sonrió y me sugirió que entrara a la sala, que él estaría conmigo en un momento. Avancé por el pasillo sin dejar de verla.
La sala estaba perfectamente acomodada. Había detalles de un gusto exquisito. Saqué un cigarrillo y empecé a rozarlo con mis dedos cuando entró Iván con los brazos abiertos. Ella entró detrás, con una bata blanca y los ojos fijos en el suelo. La mujer se disculpó y corrió a darse un baño.
—Pensamos que podríamos ir a tomar una copa a alguna parte. ¿Qué te parece? —preguntó Alondra.
—Aquí nos vemos, para ir en un solo auto. ¿A las diez?
A las diez y media sonó el timbre de la casa. Me levanté con cierto desgano a abrirles la puerta. Alondra estaba bellísima, llevaba un saco de piel, una blusa gris de cuello alto, una falda corta de mezclilla y unas botas que la hacían verse más alta todavía. Sonreía. Iván llegó con el pelo alborotado. Nos dimos un abrazo fuerte. Luego bajó Gabriela con su locuacidad de siempre.
Tomamos una copa de vino antes de salir. Iván hablaba de varias cosas. De vez en cuando besaba en el cuello a Alondra, a quien descubrí viéndome sin mucho disimulo. Yo hacía lo mismo.
Nos fuimos en el auto de Iván. Yo iba con Gaby atrás, tomados de la mano. Desde mi asiento, veía las piernas de la mujer de Iván. Ella parecía intuirlo porque jugaba con ellas y se volvía hacia mí sonriendo.
Entramos a un bar oscuro y agradable. Había dos pequeñas mesas vacías, un murmullo soportable y, de fondo, música de Ravel.
Jalé un banco y me senté frente a Iván. Alondra quedó a mi derecha. Él siguió hablando de su reciente viaje a Madrid, de programas de televisión que lo entretenían, de cierto equipo de futbol... Gabriela le seguía la corriente y yo buscaba hacer que mi pierna se encontrara con la de Alondra. Pronto coincidimos.
—¡Ya me fastidié de que no te animes a hacer las cosas! —dijo Alondra mientras yo dudaba si retirar mi pierna o no.
—No te preocupes, amor —dijo Iván, retomando una plática a la que yo no había puesto atención. —Esto lo vamos a hacer.
—Todas las parejas tenemos problemas —les dije como no queriendo dar importancia al exabrupto. Lo importante es conversar, tener confianza en el otro, encontrar las salidas juntos y no tomar decisiones unilateralmente.
Mientras decía esto, apoyé los codos sobre mis rodillas bajo la mesa y, lentamente, empecé a buscar las piernas de Alondra. Estaban cerca, muy cerca.
—Lo importante es estar de acuerdo —insistí— llegar a consensos, platicar las cosas. Es como si yo le preguntara algo a Alondra, para saber si quiere que siga haciendo algo... si ella dice sí, pues adelante, pero si dice no, lo mejor es detenerse. ¿No crees eso, Alondra?
—Sí, claro, estoy de acuerdo. Si, sí...
Mis dedos empezaron a deslizarse hacia sus muslos, los sentí firmes y generosos. La falda lo facilitó todo, sentí la suavidad de su piel y empecé por tocar lentamente sus rodillas. Mis manos hacían círculos suavemente, mientras sintonizaba mis ojos con los suyos.
—Pero bueno —dije— ¿no sé si debo seguir comentando esto que es tan de ustedes?...
—¡Sigue, por favor, sigue —confirmó Alondra.
Empecé a decir varias tonterías mientras mi mano derecha avanzaba lentamente de los muslos a la humedad de Alondra. La mesa era pequeña, lo suficiente para que yo estuviera cerca y mis movimientos fueran casi imperceptibles. Por fin llegué a su pubis. La mujer no traía calzones. Pronto sentí la textura de su vello. Ella se acomodó más en el banco para dejarse hacer. Mis dedos empezaron a enjuagarse en sus primeras muestras de deseo. Nuestros ojos se encontraban brevemente mientras yo seguía hablando sin siquiera saber de qué.
—No, eso si que no —dijo Gabriela—. Está bien que compartamos distintas cosas, que tengamos gustos diferentes, pero yo si creo que el hombre le debe poner más atención a su mujer. A mí me encanta que tú me busques todo el tiempo, Fer.
Me di cuenta que casi había metido la pata, justo cuando había entrado mi dedo.
—Yo creo que lo que dice Fernando es interesante, quiero seguir escuchándolo —dijo Alondra ya dominada por el deseo—. ¡Sigue, sigue!
En ese momento dudé si lo mejor era seguir jugando con mis dedos o sugerir una graciosa huida al baño.
—Yo creo que hay que profundizar en esto, dijo Iván. Y creo que sí sería oportuno hacer ver...
—¡No! —dijo Alondra, francamente excitada —espera a que termine Fernando, quiero terminar de escucharlo.
—Sí, dijo Gabriela, yo también quiero escuchar lo que tiene que decir. Déjalo.
Sonreí, Gaby sonrió. Estiré mi mano hacia ella y empecé el mismo juego que hacía unos segundos había iniciado con la otra mujer. Ahora, mi mano izquierda era para Gabriela y la derecha para Alondra. Las dos mujeres cerraban los ojos, hacían como que seguían el compás de la música, luego los abrían y, disimuladamente, sonreían. Iván decía incoherencias, yo estaba caliente. De pronto, justo cuando la humedad de las dos se volvía espuma, sentí una mano que empezaba a buscar mi pene. En ese momento, vi las manos de Gaby y de Alondra sobre la mesa, mientras Iván arrastraba secamente: “ahora me toca opinar a mí”.
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