sábado, 1 de noviembre de 2008

Cuentos. El pecado


Traspasé el umbral y fue como si me trasladara a otro tiempo. Mis primeros pasos fueron temerosos pues los ojos no alcanzaban a acostumbrarse a la penumbra. Conforme fui avanzando noté los cientos de velas derramadas en el piso. Alrededor de ellas, como si se tratara de un día de campo, infinidad de personas conversaban o decían una plegaria. Algunos más estaban de rodillas, suplicando.

Seguí avanzando mientras observaba las columnas colosales, cada una cubierta de un color grisáceo y rotundo. Intenté distinguir los retablos y pinturas pero era imposible. Parecía como si una capa de hollín las hubiera envuelto por completo. Finalmente, luego de esquivar a varias familias completas, llegué hasta una banca y me senté. Guardé silencio. A lo lejos alcancé a escuchar los murmullos y juro que era posible distinguir el susurro de las diminutas flamas. Parecían lamentos.

Fue entonces cuando reparé que había otro sonido en el templo, era como un rasguño que lastimaba levemente. Busqué entre las tinieblas y finalmente descubrí al hombrecillo que lo causaba. Era un individuo que se arrastraba por el piso del templo arañando el suelo de mármol para limpiar los restos de cera que se habían derramado de los vasos. Llevaba una espátula y además un recogedor y una escobetilla. Primero raspaba cuidadosamente el piso y luego recogía los restos y los depositaba en una bolsa.

Hasta allí debió quedar mi visión del hombrecillo pero al seguirlo observando, algo más llamó mi atención y me obligó a acercarme. Fue como un resorte inexplicable. El hombre no se levantaba para nada, todo el tiempo reptaba mientras seguía con su fatigosa tarea. A lo lejos, seguía el murmullo. La curiosidad fue la que me hizo desplazarme, no tuve más remedio que acercarme para verlo mejor.

Estando yo todavía a unos pasos sintió mi presencia. Se volvió hacia mí y entonces noté que tenía los ojos completamente blancos, como si hubieran sido quemados. A pesar de eso, sentí como si su mirada inexistente me penetrara.

—¿Cómo estás, León? —dijo desde su voz profunda y pétrea. En ese momento, me resistí a creer que supiera quién era yo. Pero había dicho mi nombre y me hablaba con familiaridad.

—¿No te acuerdas de mí, verdad? Soy Joaquín, Joaquín Shuco.

—¡Joaquín!, Joaquincito, ¿qué haces aquí?

—Ya ves, lavando mis pecados.

—¿De qué hablas?

—No te hagas, León. Lo sabes tan bien como yo. Soy un pecador. Toda la vida lo he sido y ahora estoy tratando de reponer mis faltas aquí, comportándome casi como un animal.

—Pero tus ojos...

El hombrecillo volvió al piso y casi instintivamente, identificó dónde debería seguir su tarea.

—Fue necesario. Era la única manera de no seguirlas viendo —dijo mientras empezaba a raspar otro tramo de piso.

—Hablas de las mujeres...

—Claro, de ellas. Son ellas las que me condenaron a la oscuridad y por ellas estoy ahora aquí, limpiando del piso el calor derramado. Y es que estas velas son como el calor de los cuerpos de los pecadores. Aquí están todos, todos esos a los que ves, intentando lavar sus culpas pero no pueden porque más bien se derraman de lujuria. De una u otra manera, todos los que están aquí están pensando en alguien o en la posibilidad de hacer el amor con alguien. Aquí mismo, en el templo, hay una mujer que te está buscando. Puedo sentirlo.

—Pero, ¿cómo sabes eso?

—¿Quieres saber cómo hago para ver si tengo los ojos quemados?

—Sí, no entiendo.

—Los ojos se me fueron apagando con el calor de las velas. Al principio creí que era un castigo. Pero ahora creo que es mi redención. No sé cómo sucede, pero ahora siento a las personas. Por eso supe que te aproximabas y por eso sé que una mujer te busca. Sé que vas a pecar, León y no deberías hacerlo.

—No, yo vine a impartir un taller. Me voy a reunir con un grupo de personas y les voy a dar una plática.

—No, tú viniste a otra cosa. No cedas, no caigas en la tentación, León. Te va a pesar. Vas a pecar, vas a pecar. Y yo no quiero que después andes como un animal arrastrando tu pasado. No quiero que te parezcas a mí.

—Joaquincito, sólo doy el taller y me regreso mañana. No te aflijas.

—Me aflijo porque sé lo que sucederá. Pero bueno, también tú eres un pecador.

—No, no lo soy, Joaquincito —le dije ya un tanto molesto.

—Pues mañana hablamos —dijo y empezó a arrastrarse.

No quise insistir diciéndole que no regresaría al templo. Me despedí sin mucho entusiasmo y empecé a avanzar lentamente buscando otra banca para sentarme.

A las seis de la tarde, se oyó el tañir de las campanas y poco después se inició una ceremonia que sospeché sucedía desde hacía siglos y se seguiría repitiendo siempre. Despacio, muy lentamente, entraron una veintena de sacerdotes con sus túnicas café profundo. Iban en fila, con los rostros cubiertos y las manos entrelazadas al frente, a la altura de sus pechos. Se inclinaron frente al altar y se fueron distribuyendo, uno a uno, en los antiquísimos asientos de madera empotrados en la pared oscura.

De pronto, uno de ellos se puso de pie. El resto empezó un canto desconocido y profundo. Todo el templo pareció alterarse, fue como si algunas velas se apagaran y pareció como si la oscuridad se hiciera más profunda. Las voces siguieron retumbando durante una hora exacta. De pronto se hizo el silencio y los sacerdotes salieron de la misma manera que llegaron.

Sólo en ese momento me levanté y empecé a caminar hacia uno de los pedestales en donde los creyentes colocaban sus velas. Justo cuando pasaba al lado de la tercera banca del templo, una mujer se levantó y empezó a caminar a mi lado como si hubiéramos venido juntos; me dio una vela verde. Yo saqué el encendedor y prendí la pequeña flama. En lugar de guardar el encendedor, se lo di.

—¿Una mujer también puede bendecir a los pecadores? —pregunté en un susurro.

—Hay muchas formas de lavar los pecados.

Seguimos juntos un momento y después, justo cuando un sacerdote avisó que iniciarían las bendiciones, ella desapareció. No intenté seguirla ni con la vista. Un momento después guardé la vela en la mochila y caminé lentamente buscando un hotel. Las luces de la pequeña ciudad brillaban intensamente.

Pedí una habitación y le dije al dependiente que mi mujer llegaría en un momento, que le dijera el número. En el libro de registros anoté el nombre con una letra desconocida: Vidal Alvarado.

En la habitación sólo había una cama, una pequeña mesa de noche, una silla y un tubo para colgar la ropa. El baño era diminuto. Me senté en la cama y saqué la navaja para examinar la vela. En su interior había un mensaje escrito a máquina:

“Mañana a las ocho, frente al parque”.

Rompí el papel y aventé los diminutos trozos por el excusado. Luego me acosté para repasar lo que había ocurrido durante el día. Lamenté haber encontrado a Joaquín, pero no podía hacer nada. Justo cuando empezaba a dormirme sonó la puerta. Era ella.

La mujer sonrió. Me lanzó el encendedor que yo le había entregado.

—Hola, Vidal, dijo.

Se dirigió hacia la cama. Llevaba un vestido corto sin mangas que mostraba perfectamente sus brazos y sus piernas. Su cabello corto le daba un aire juvenil y su sonrisa era luminosa y fresca.
Sin que ninguno de los dos dijera nada, empezó a desabrochar el pequeño vestido y descubrió su torso. Era hermosa. En ese momento, casi de manera automática, pensé en mi esposa y en mis hijos y recordé una de las tantas escenas familiares y cotidianas. La imagen desapareció cuando me incorporé y me acerqué a la muchacha.

—Tome el arma —dijo.

Pegada a la espalda llevaba una pistola Makarov, nueve milímetros. Desprendí la cinta de un jalón. Retiré el cargador, revisé el arma y la coloqué en mi espalda.

—Debo quedarme toda la noche, compañero. Hubiera pedido usted una cama más grande —dijo.

—Fue para lo que me alcanzó —respondí como si me disculpara.

—Pues durmamos ahora, usted sale a la hora que le indicaron y yo me voy quince minutos después.

Casi no pude dormir esa noche. De pronto, me empezaron a asaltar las palabras de Joaquín: “vas a pecar, vas a pecar”. A mi lado estaba esa muchacha de la que no sabía el nombre, a la que probablemente no volvería a ver jamás. Su respiración era suave, tranquila. Yo la escuchaba y me excitaba pensar que su cuerpo estaba tan cercano al mío.

Cerré los ojos intentando conciliar el sueño pero en lugar de eso sentía el calor de la muchacha. Imaginé sus pechos redondos y contundentes y me vi acariciando sus piernas y deteniéndome un siglo en su cuello. Pensé en sus ojos cerrados mientras yo la penetraba.

Finalmente dormité; la pesadilla se inició de nuevo. Otra vez apareció aquel rostro que me había perseguido durante años, cada noche. Era la imagen del hombre que me torturó durante cinco días seguidos, y sin descanso. Vi su sonrisa burlona y sentí el dolor, otra vez ese dolor lacerante y continuo imposible de olvidar. También volvió el asco, el sofocamiento y la idea de la muerte.

—¿Está bien, compañero? —preguntó mientras yo me levantaba.

—Sí, no te preocupes. Sólo voy al baño.

Su mirada era transparente o inocente; no lo sé. Los suyos eran dos ojos que apenas se asomaban a la vida, que no conocían de dolor ni sufrimiento, que no habían llorado.

En el baño pensé en la muchacha y en las palabras de Joaquín: “vas a pecar, vas a pecar”.

Regresé a la cama a tientas y sin querer alcancé a tocar alguna parte del cuerpo de la desconocida con la que yo pasaba la noche.

—Sht, compañero. Recuerde que estoy aquí.

¿Cómo olvidarlo? ¿Cómo olvidarla? Tan pronto yo cerraba los ojos la imagen aparecía: estábamos los dos en la playa, desnudos, retozando entre las olas. Nuestras pieles brillaban y yo veía sus ojos cada vez más claros, cada vez más grandes. Después, empezábamos a comer un mango. Cada uno le daba una mordida hasta que el jugo de la fruta se escurría por la boca de ella y caía en su pecho. Entonces yo volvía a la ofensiva.

Otra vez escuché la respiración tranquila de la muchacha y las palabras de Joaquín: “vas a pecar, vas a pecar”. Cerré los ojos y por un momento volvió el dolor. Pero inmediatamente la vi otra vez entrando a la habitación con aquel vestido diminuto. Pero esta vez no me daba una pistola. Se desprendía de su ropa, sí, pero luego de hacerlo se acercaba para darme un beso profundo y largo. Luego mis manos recorrían sus muslos y ella me abrazaba fuerte, como luchando por no separarnos.

Los gallos empezaron a cantar cuando todavía estaba oscuro. “Vas a pecar, vas a pecar”, escuché decir otra vez a Joaquín, cuando sentado en la silla al otro lado de la cama vi a la muchacha, quien totalmente abandonada en un sueño tranquilo, había dejado al descubierto sus piernas y sus calzones. La estuve contemplando un largo rato. Los rayos del sol entraban por una diminuta ventana y conforme la luz iba venciendo a la oscuridad, yo podía ver mejor a la muchacha y el brillo de su pelo.

Cuando la hora se acercaba me aproximé a ella y toqué su brazo delicadamente.

—Es hora, me voy.

—Cuídese, compañero —dijo ella y me regaló una sonrisa tierna, casi infantil.

Caminé hacia el parque lentamente. Justo a las ocho, tal como decía el papel anónimo que yo había destruido, apareció aquel rostro inolvidable que me perseguía todas las noches. El hombre estacionó su auto en la esquina, cerca del templo.

Yo me fui acercando y cuando descendió del vehículo saqué la pistola y le disparé cinco veces.

Ya no regresé al templo a hablar con Joaquín; no había tiempo. Quería decirle que a pesar de la tentación, yo no había pecado.