El departamento
Después de dos años de convivir y de compartir su música, la televisión y hasta sus discusiones y conversaciones por teléfono, un domingo por la mañana vi, con mucha tristeza, que los vecinos estaban sacando sus cosas. Me abandonaban. ¿Qué haría yo si al lado no había nadie con quien compartir la vida?
Mi departamento era confortable. Estaba bien para alguien como yo, un estudiante de esperanto a quien le bastaba con una recámara, una breve estancia, un pequeño baño y una cocina que se comunicaba, visualmente, con el departamento contiguo a través de ventanales que daban a un cubo de luz y un patio interior pequeño y lleno de flores.
Lo que todos consideraban el principal problema de aquel lugar era más bien su principal virtud: la delgadez de las paredes me permitía escuchar todo lo que ocurría al lado. Pero ahora ellos se marchaban y yo tendría que convivir con el odioso silencio.
Al principio las cosas marcharon relativamente bien. Hubo un par de meses en los que logré adaptarme al hecho de que nadie comiera, durmiera o caminara al lado de mi casa.
Afortunadamente eso no podía durar mucho tiempo y sentí algo que no podría ser sino felicidad cuando un sábado, a las siete de la mañana, un camión se detuvo frente al edificio. Me asomé a la ventana y vi como unos hombres bajaron, uno a uno, muebles, utensilios y enseres de quien llegaba al departamento contiguo. No tardé mucho en enterarme de algunas cosas.
—Dice la güerita que esa mesa la coloquemos junto a la ventana de su recámara.
—¿Para qué la querrá allí? Está bien pinche alta.
—Tú ponla allí, güey.
—Después de eso sólo falta la cama, mai. Y está bien pinche pesada.
—No, pus si le debe dar batalla.
Inmediatamente vi cómo sacaban las partes de la cama. El tambor y la cabecera eran de hierro forjado y estaban reforzados con piezas nuevas. El colchón me dio la idea de la dimensión de la cama. Era enorme. Todavía bajaron un espejo redondo, grandísimo.
Durante toda una semana siguió el silencio. Una tarde, mientras yo leía, alguien tocó a mi puerta. Dudé antes de abrir.
—Hola, soy Andrea, tu nueva vecina.
—Hola —dije secamente.
Andrea llevaba el cabello recogido en una cola de caballo que me permitió ver su largo cuello. Vestía una blusa ligera, sin mangas y tan ceñida que me hizo pensar que en realidad no era tan delgada como parecía a primera vista.
—¿Puedo servirte en algo? —le pregunté esperando que no dijera nada.
—No, sólo quería presentarme. Ya me voy.
—Espera —le dije en un acto casi de osadía.
—¿Dime?
—¿Tienes equipo de sonido?
—No, no tengo ningún aparato electrónico. Ni siquiera teléfono. No me gusta el ruido.
No le dije nada pero lamenté su respuesta. La nuestra sería una convivencia difícil. Al principio el silencio me exasperó otra vez. Sin embargo, para mi suerte, el vacío duró poco.
Una noche calurosa nos encontrábamos en la cocina de nuestros respectivos departamentos. Ella vestía una camisa de hombre y sólo había abrochado un par de botones. Era obvio que no llevaba brassier porque sus pechos se movían libremente cuando picaba un jitomate o un pepino. Yo no quería perturbarla y por eso bajaba la vista cuando creía que ella iba a mirar hacia el lugar en que yo me encontraba. Pero finalmente coincidimos. Me saludó con un gesto y sonrió. Al instante, completamente turbado, me fui a mi habitación. Un momento después regresé y sin prender la luz entré a la cocina porque quería una bebida. Cerré el refrigerador y estaba a punto de irme cuando me di cuenta que ella estaba en su baño. Me oculté lo suficiente para que no me viera. La mujer se quitó la camisa y pude ver sus pechos redondos y exactos. Luego se quitó el bloomer y quedó completamente desnuda. Sus piernas eran fuertes y bien torneadas. Era realmente hermosa. Se ató el cabello con una liga, se asomó al espejo para ver sus dientes y yo pude ver sus nalgas y hasta un tatuaje que llevaba al final de la espalda. Seguí tratando de ocultarme pero no estoy seguro de haberlo conseguido. Era posible que ella me hubiera visto pero siguió moviéndose como si nada, como si yo no estuviera allí. Abrió la ducha y luego entró a bañarse. Jaló la puerta corrediza pero gracias a que era transparente pude seguir viendo su silueta. Se enjabonó despacio, acariciando todo su cuerpo. Yo podía distinguir cómo sus manos recorrían sus pechos, su estómago, sus piernas. Mi erección no tardó. Ella se bañó un largo rato y yo empecé a masturbarme suavemente mientras ella seguía jugando con el agua. Alcancé a verla cuando salió de la regadera y empezó a secarse. Luego tomó un frasco de crema y empezó a untársela. De pronto los dos escuchamos que su puerta se abría. Ella pareció congelarse un momento y vio hacia donde yo estaba. No sé si pudo distinguirme pues yo creía que la penumbra me escondía. Pero por un momento se quedó estática, como si el juego hubiera terminado y ella se disculpara por no poder seguir en nuestro encuentro furtivo.
—¡Andrea, estoy aquí!
A partir de ese momento empecé a escuchar a la mujer todo el tiempo. Esa noche estaba yo a punto de dormir cuando la oí en su recámara.
—Así, así. Acaríciame las piernas.
—Eres tan hermosa, Andrea.
—Recorre mi vientre con tu mano. Sin prisa. Haz como si quisieras quedarte allí para siempre.
—¿Así te gusta?
—Así, sí.
Pude imaginarla mientras sus jadeos y gritos aumentaban. Ella debía estar completamente desnuda, debajo de él. Sus manos debían estar apretando una sábana o la almohada y su piel tendría que estar brillante, reluciente. Los ojos tendrían que estar cerrados y sólo de pronto debió abrirlos para verlo a él directamente.
—Muévete más, más rápido. Así, sí, así. Más, más, más. Ahhh.
Los rechinidos de la cama eran cada vez más fuertes y también en mis oídos estallaban sus jadeos. Pronto vinieron los gritos de ambos y el clímax. Luego empezaron otra vez. Yo podía escuchar sus besos y casi me era posible percibir sus lenguas juntándose ansiosas, palpitantes.
Esta vez hicieron el amor lentamente. Los gritos de Andrea se daban en oleadas. Era como si gritara para mí, como si me aconsejara, como si jugara también con mis sentidos. Yo escuchaba clarito cuando pedía “más, más, más”.
La turbación y también el deseo me hicieron levantarme mientras ellos continuaban su juego. Fui a buscar un vaso de agua y justo cuando iba a salir de mi cocina vi que la luz de su baño se encendía. Era como si me hubiera estado esperando, como si deseara que yo llegara allí en ese momento. Pude ver que Andrea tenía la piel perlada de sudor. Llevaba el cabello suelto. Le llegaba a media espalda. Me gustó la manera como su pelo brillaba esa noche y la forma en que empezó a acariciarlo mientras se veía en el espejo. Vi una vez más sus muslos y pantorrillas. Y la vi cerrar sus ojos como si sintiera un nuevo orgasmo. Yo empecé a acariciarme. Dejé caer mi short y empecé a frotarme con fuerza.
Ella empezó a lavarse las manos y luego se detuvo en el cancel de la puerta, justo frente a mí. Yo, como la otra vez, tenía la luz apagada. Fue como si me regalara ese momento. Siguió acariciándose el cabello y luego rozó sus pechos, su abdomen y su pubis. Pude ver sus vellos rizados y espesos. Se tocó lentamente mientras yo jalaba cada vez más rápido. Ella cerraba los ojos cuando ambos escuchamos el grito.
—Andrea, vente ya.
Abrió los ojos y fue como si me desafiara. Justo en ese momento empecé a vaciarme.
La siguiente noche sucedió casi exactamente lo mismo. A las diez él empezó a acariciar a Andrea y yo empecé a escuchar sus jadeos y súplicas. Su “más, más, más”, se convirtió en rutina de todas las noches. Yo escuchaba el momento cuando ella iba al baño y a veces hasta la acompañaba mientras se duchaba. Ellos hacían el amor y yo me masturbaba cada noche. Cuando ella se bañaba yo incluso imaginaba que enjuagaba su espalda, que le acariciaba el cuello muy lentamente o que mi lengua empezaba a recorrer sus axilas y sus brazos. Hasta llegué a pensar cómo sería la espesura de su pubis entre mis labios.
Los días pasaron pero una noche, justo cuando ella iba a ir al baño y yo a la cocina, él le gritó.
—¿Por qué te vas, Andrea? Quiero que te quedes aquí, conmigo. Quiero seguir oliendo tu piel.
—Sólo es un momento, espérame.
—Es que a veces hasta te bañas y eso no me gusta. Me da la idea de que te estás limpiando.
—No, no es eso, cómo crees. Simplemente me gusta alejarme un momento.
—Pues yo no quiero que te alejes. Quédate aquí.
Ellos siguieron discutiendo y aunque después pareció que se reconciliaban, las diferencias fueron en aumento. Yo no sabía qué hacer. Quería decirles que no pelearan, que sus pleitos no valían la pena. Pero claro, no abrí la boca. Solamente seguí escuchando.
Todavía hubo unos pocos días en que hacían el amor también en las mañanas. En esos días Andrea no iba al baño pero gritaba más fuerte, como si quisiera que yo la escuchara con mayor intensidad. En esos momentos yo no podía estudiar porque ella jadeaba como una loca. Sus gritos me excitaban completamente. Empecé a fisgonear por la mirilla de la puerta y cuando él se iba yo iba a mi cocina, a ocultarme, para ver si ella pasaba por allí.
Finalmente, rompieron. La discusión empezó por una tontería, por algo que realmente no valía la pena. Hubo muchos gritos aquella tarde. Él le dijo de todo pero ella tampoco pareció tener muchos deseos de defenderse o de evitar que él se fuera. Al contrario, todo parecía indicar que ella lo incitaba a que se marchara. Yo sufrí mucho al escucharlos. Hubiera debido intervenir pero estaba congelado en un asiento de mi sala. Casi no pude más cuando escuché el portazo. Unos minutos después sonó el timbre de mi casa. No quise moverme.
Ella insistió y empezó a tocar la puerta con sus manos.
—¡Ya estoy libre! —dijo y siguió golpeando la puerta una y otra vez.
Al otro lado, con mi espalda apoyada sobre la puerta y a punto de empezar a llorar, yo me preguntaba cuánto tiempo tardaría ella en encontrar un nuevo amante y cuánto tiempo demoraría esta vez el agobio de la soledad terrible que provoca el silencio.
9 comentarios:
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Me gusto el cuento pero sinceramente yo en el lugar de el estudiante, si hubiera abierto la puerta...Jorge Hernández
Sí, creo que muchos quisieran estar en el lugar de ese estudiante. Gracias por leer, Jorge.
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