viernes, 7 de enero de 2011

Cuento

La traductora de italiano


El mensaje llegó como muchos otros: “Currículo de la licenciada Anunciata Rossi, traductora de italiano”. Después venían los datos de siempre.

Una vez más, respondí recurriendo al machote: “Le agradezco haberse comunicado con nosotros. Tomaremos sus datos y si tenemos necesidad de sus servicios, la llamaremos”. Firmé y me dispuse a olvidar el asunto.

A los pocos minutos sonó la campana de Eudora avisándome que había recibido un nuevo mensaje. Lo abrí. En el asunto leí: Re: “Traductora de italiano”. Luego venía el mensaje en el que la “licenciada Anunciata Rossi” decía que me agradecía el haberle respondido tan pronto y que esperaba que, efectivamente, necesitáramos sus servicios en un futuro próximo.

Me quedé pensando un momento y le respondí otra vez. Le dije que para nosotros era un gusto que nos escribiera y nos tomara en cuenta, etcétera. Al final mis dedos lanzaron: “¿qué te parece si terminamos con los formalismos y tú dejas de firmar como ‘licenciada’ y yo escribo simplemente ‘Emiliano’?”.

La idea le gustó y escribió otra vez. Así empezó la vorágine.

Hasta el día que escribió Anunciata, siempre me pareció que mi trabajo era aburrido. Llevo cinco años respondiendo la correspondencia que llega a la empresa. Por lo general son currículos, cartas de presentación, boletines informativos, algunas quejas. Al principio, yo trabajaba con una máquina de escribir eléctrica. El proceso era un poco más lento: tenía que abrir los sobres, clasificarlos y luego leer las cartas y responder.

En esa época trabajaba conmigo Jaime, un muchacho que llegaba todos los días hasta mi escritorio y depositaba todo lo que había llegado el día anterior y se llevaba las respuestas que yo había escrito. Después Jaime se fue y llegó la computadora. Tuve que aprender a usarla y luego me familiaricé tanto que el trabajo se hizo monótono.

En esa monotonía estaba cuando escribió la italiana. Sus correos empezaron a sucederse uno tras otro. Había momentos en que parecía que chateábamos. Al principio fueron trivialidades. Ella me decía que estaba aburrida de la vida que tenía, que se sentía desesperada por encontrar un trabajo, que su esposo la tenía harta porque la celaba demasiado, que sus hijos estaban por terminar la escuela y no sabía que haría con ellos durante las vacaciones, que tenía que salir porque debía comprar las cosas para la comida...

Cuando ella desaparecía yo me concentraba por un momento en mis tareas habituales y conversaba con algunos compañeros que de vez en cuando llegaban hasta mi cubículo a compartir un cigarro o una taza de café. Sin embargo, la verdad es que todo el tiempo estaba pendiente del momento en que sonaría la campana. Cuando leía “Re: Traductora de italiano”, me extraviaba de mis ocupaciones y volvíamos a “platicar” un buen rato.

El remolino creció cuando yo le dije que escribía cuentos. Me pidió que le enviara alguno. Le mandé uno decididamente erótico. Se lo envié y no tuve respuesta. Poco después pregunté si lo había recibido y me dijo que no. Incluso me recriminó pues había comprado una botella de vino y estaba solamente esperando mi escrito para sentarse a disfrutarlo en la sala de su casa.

Por alguna razón, el condenado cuento no se fue. Pero eso dio la oportunidad para que mis dedos le dijeran que me gustaría compartir el vino con ella, que sería una buena oportunidad de conocernos mejor. Así seguimos. Mis manos empezaron a envolverla. Juro que mientras escribía no pensaba. Es más, una y otra vez mi cerebro me decía que me detuviera, que ya no era necesario seguir con eso, que debía atender mi trabajo, que para qué le buscaba cinco pies al gato. Mi cabeza me sugería recordar a mis tres hijos, a mi esposa, mi casa clasemediera y mis miedos de toda la vida. Pero los dedos se desplazaban con mucha rapidez, era como si no obedecieran. Sencillamente escribían, sencillamente seguían respondiendo a la italiana.

Por fin se fue el cuento. Me devolvió un comentario que me gustó: “Me mojaste con la historia”. Otra vez los dedos reaccionaron. Cuando leí la respuesta pensé que era suficiente, que debía dejar las cosas hasta allí, que de todos modos nunca tendría la posibilidad de conocerla y que este era sólo un juego absurdo y sin destino. En vez de hacer eso, ellos le mandaron otro escrito, esta vez sobre la seducción:

Entiendo la seducción como un arte, como la forma de persuadir a alguien a hacer algo o a sentir algo. La seducción es, por tanto, una acción, no una forma de ser. Es la concreción de un proceso que puede conducir a una aventura o a un abismo (o a ambos o a ninguno).

La seducción de la mujer, es sutil pero feroz. Ella tiene todas las herramientas para quebrar fortalezas, para franquear obstáculos. Lo terrible, lo encantador, es que ella lo sabe, no es ignorante a sus encantos sino que los maneja.

La seducción se convierte entonces en un juego de poder, en un encuentro en el que los jugadores se presentan con una serie de armas ocultas y otras a la vista. La seducción es un desafío, una explosión de vida.

Me gusta que la mujer tome la iniciativa, que sea ella la que seduzca. Su estrategia, entonces, se convierte en un laberinto y en un inquietante desafío.

La seducción de la mujer debe ser tenue; no siempre es directa. Me encanta que la mujer me desafíe. Todo empieza por la vista, unos ojos brillantes llamando a los míos, es la mejor manera de entrar: la seducción inicia por la vista.

Entonces vendrán las miradas intensas; la ola estalla contra la roca o la arena, o se mezcla. Si la ola se desliza por la arena, empezará todo. Entonces lo rico, lo lúdico, es que ella empiece a jugar con sus sentidos para incitar los míos: una risa sutil, apenas perceptible, unos labios que se mueven para mostrar la lengua, ese músculo que lo domina todo.

La mujer debe seguir entonces y aceptar los ojos que no se desvían. Deberán venir movimientos más intensos, provocadores. La mujer seduce al despedir su sensualidad sin freno y al saber y manejar el poder que tiene.

Me gusta la sensualidad de una mujer que a la distancia reprocha mi lejanía y me gusta que me llame sin decir palabra; es más delicioso si utiliza los dedos.

Ya después, podrá venir lo cercano. El paso está dado, la seducción se ha concretado: el hombre camina desvalido siguiendo la huella de un cuerpo que lo llama, que lo excita que le provoca fuego y lava y calor e infierno.

Me gusta que la mujer lleve la iniciativa y que siga así, que controle los movimientos y llame e invoque al mal o a la gloria.

Se lo mandé sin pensar. De hecho lo escribí sin pensar. Las palabras fueron saliendo solas, deslizándose en la pantalla con una velocidad asombrosa. Si alguien en ese momento me hubiera preguntado qué escribía le hubiera dicho que nada; y era cierto, en realidad no controlaba el contenido, sencillamente algo brotaba en la pantalla. Así, sin pensarlo, le di “send” al mensaje.

Pronto respondió Anunciata: “me encantó lo que enviaste. Debo confesar que me has seducido”. El seducido soy yo, respondieron mis dedos. Me dijo que todavía le quedaba vino y me invitó a tomar una copa. Todo era virtual pero mis manos respondían como si fuera cierto, como si la tuviera enfrente.

Cada vez que apagaba la computadora la calma volvía y entonces reflexionaba. Pensaba que era mejor dejar las cosas hasta allí. Llegué a mi casa y escribí una carta. Le decía que había sido emocionante encontrarla pero que creía que ese juego no podía continuar, que tenía mucho trabajo acumulado, que ojalá pudiéramos hablar una vez para despedirnos. Le escribí todo lo que es razonablemente prudente para un hombre como yo, casado y con el peso colosal de una familia tradicional, absorbente y castrante que jamás me perdonaría ninguna locura.

La carta quedó bien así que la llevé a la oficina. Pero cuando quise enviarla, en lugar de eso surgió en la pantalla: “Me gusta jugar con la imagen de recorrer tu cuerpo con mis dedos y conocer todas tus pecas, todas tus ondulaciones, todos los rincones que se ocultan del sol y de la noche”.

A los dos minutos respondió. Dijo que estaba encantada, que nuestro encuentro le parecía mágico, que le daba vergüenza pensar que todo fuera una fantasía, que quería conocerme, que teníamos que vernos, que ya no aguantaba más, que yo la tenía enganchada con las palabras, que no le importaba cómo era mi apariencia y que si no hacíamos el amor esa misma tarde, ella colapsaría, se volvería loca.

Sin pensarlo le respondí que sí, que las palabras tenían que borrarse para dar lugar a los cuerpos. Estaba sudando y mis ojos no alcanzaban a ver las palabras, parecía que éstas surgían solas.

Después de varios mensajes convenimos en vernos. Fijamos un lugar, una hora. Ella me dijo cómo hacer para reconocerla. Dijo que llegaría con un vestido azul que le llegaba hasta los muslos y una bufanda naranja para cubrir un poco el escote agresivo. Así lo dijo.

Me sorprendí cuando fui con mi jefe y le dije que me sentía mal, que necesitaba salir temprano porque tenía que ir al médico. A mi mujer le dije que tenía trabajo acumulado, que me enviarían a una sucursal para resolver los pendientes, que no me esperara despierta. Mi boca hablaba, yo no era capaz de controlarme o contradecirme.

Llegué hasta mi coche y enfilé hacia el punto del encuentro. Iba excitado. Pensaba que debía dar vuelta hacia otro lado, que lo mejor era no continuar mi camino, que luego me arrepentiría, que después del engaño siempre hay dolor y que alguien termina sufriendo. Pero mis manos se enfilaban sin dudas y con una certeza que yo no les conocía.

Cuando estuve a una calle de distancia empecé a avanzar más lento y finalmente el coche se detuvo. Mis ojos alcanzaron a distinguirla, no estaba muy lejos. Era una mujer hermosa. El cabello negro brillaba profundo, luminoso. La piel dorada se alcanzaba a ver tan suave y atrayente que sentí la erección enseguida. Las piernas estaban allí, fuertes, deliciosas. Pensé que bien valía la pena acercarse y ver qué pasaba, que total, se vive una sola vez, que la carne es débil, que estaba yo casado pero no castrado, que después de eso podríamos separarnos y que si, como ella decía, yo ya la había envuelto de tal manera que era necesario que hiciéramos el amor, lo único que tenía que hacer era protegerme. Me decidí. Incluso pensé una frase “célebre” para el momento del encuentro.

Abrí la puerta. Ella me vio, me desafió con la mirada y sonrió. Yo me quedé pasmado. No sabía qué decir. Mis dedos, esos sí, jugaban en el volante y en la palanca de velocidades. "Si estuvieran en el teclado", pensé… Arranqué el auto y, sin decir palabra, me dirigí hacia un hotel próximo. Mis dudas seguían, pero ya estaba con ella y ella era una diosa. Pensé muchas cosas mientras hacíamos el breve recorrido. Sin embargo, no dije nada. Mientras tanto, mis dedos seguían bailando. Me di cuenta de que ella los veía una y otra vez. Sonreía, pero seguía en silencio.

―Aquí no ―dijo con firmeza.

―¿No te gusta?

―No sirve. ―Dobla a la izquierda. Allí hay otro hotel y ese tiene lo que necesitamos.
Entramos. En la recepción, tomé la pluma y, automáticamente, escribí “Señor y Señora Rosi”. A ella pareció gustarle porque me dio un beso en la mejilla.

―¿Cuántos días se hospedarán con nosotros? ¿Los ayudamos con sus maletines?

No supe qué decir. Ella dijo enseguida: “Un día. No, gracias”.

―Subimos al elevador y empezamos a observarnos en el espejo. Nuestras miradas se cruzaban y luego se perdían más allá de los reflejos. Ninguno dijo nada. De pronto, nos vimos a los ojos y sonreímos, nerviosos. Ella pareció advertirlo y entenderlo todo. No reclamaba, y yo tampoco lo hacía; mi mirada era parecida a la de ella. Mis dedos temblaban; era como si quisieran gritar. No pude articular ni una palabra, hasta llegar al piso ocho.

―Vamos.

Le di una generosa propina al botones. Entramos tomados de la mano. Mis dedos acariciaron cada espacio de sus dedos, de las palmas, de sus falanges. Besé una de sus manos y fui a la cama. Ella me regaló una sonrisa y fue a la mesa de noche. Su lap era idéntica a la mía. Nos conectamos enseguida. El mensaje de Anunciata llegó implacable :

“¿En qué nos quedamos?”. Respiré, por fin, aliviado. Supe que mis dedos, a partir de ese momento, se encargarían de todo.

10 comentarios:

VAGABUNDO dijo...

Maestro!

Genial!

No tengo más palabras...

mis dedos no saben que decir.

Ricardo Pérez dijo...

Genial!

Mis dedos se han quedado sin palabras.

Muchas gracias por sus relatos Profesor!

rikk dijo...

Profesor, le agradezco a la vida por haberlo conocido, no hay palabras para todo lo que usted escribe. No quiero verlo como profesor, ni como tutor, mas bien como un guía. Gracias a usted he aprendido a manejar mi vida mas en leer obras con las que me identifico, y he dejado vicios dañinos a cambio de lecturas fructíferas. Tambien me gustaría escribir, expresarme y llenar el vacío que me invade cada día. Le doy gracias a la vida de poder conocer a una gran persona como usted.

VAGABUNDO dijo...

Profesor!!! Publique más en su blog por favor!

VAGABUNDO dijo...

Publique más profesor!
Por favor!

Mr. Abse Cruz Hernandez dijo...

maestro pero por favor que buena historia se le agradezco que comparta esto con nosotros espero y publique mucho mas
saludos

Anónimo dijo...

Muy bueno, no podía dejar de leerlo. coincido con los comentarios anteriores... Jorge Hernández.

Espartaco dijo...

Me alegra, Jorge. Saludos

Sandra dijo...

Me impresiona su manera de escribir. Sus cuentos son asombrosos. Me incita a querer leerlo más.

Anónimo dijo...

Que historias tan maravilladas, no cabe duda que usted es un escritor tan privilegiado y de una mente asombrosa. No deje de seguir deleitandonos con sus increibles historias porque cada una de ellas nos engancha mas a la lectura.
Ademas esos finales prestan mucho a la imaginacion del lector y abren muchas posibilidades a todos los probables descenlaces
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