La fotografía
—Hace años decidí no volver a dejar que me tomaran una sola fotografía
—dijo Roberto a la mujer que insistía al otro lado de la línea.
—Por favor, maître. En la
redacción del periódico me pidieron un retrato en el que esté usted trabajando
y tengo que entregarlo para el número de mañana...
—¿Cómo dijo usted, señorita?
—Solamente déjeme retratarlo, maître.
—Venga a las seis —dijo finalmente
el pintor y continuó trabajando mientras la palabra maître rondaba en su
cabeza.
A las seis de la tarde sonó el
timbre en la vieja casona.
—Lo busca Elianne, la
fotógrafa de El periódico — le dijo Raquel, la señora de la limpieza.
—Dígale que espere,
llévela a la sala.
Durante una hora
Roberto siguió trabajando en una inservible pintura de tonos grises que no le
interesaba en absoluto. Después cerró los ojos.
Mientras esperaba,
Elianne se acomodó en uno de los sillones y desde allí empezó a recorrer con la
mirada cada una de las pinturas del maestro. La mujer vibró con aquellos
cuerpos hermosos y jóvenes, con los trazos que hacían que cada una de las
figuras femeninas terminara inundando cada lienzo.
En aquella muestra había pechos de
distintos tamaños, caderas poderosas junto con otras breves, cabelleras largas
cubriendo una espalda que se adivinaba suave y cabellos cortos que apenas acariciaban
cuellos delgados, frágiles. La impresionaron las manos de una de las mujeres,
los muslos de otra y la perfección del vientre de una más que estaba casi en el
rincón del salón.
Cuando era Joven, Roberto vivió en París y fue realmente dichoso. En
aquellos años sus pinturas eran fuertes y vigorosas. Además, las mujeres eran
un deleite. No debía convencerlas, simplemente tenía que tomarlas de la mano y
conducirlas a la cama. Le encantaba hacer sus retratos antes o después de
hacerles el amor y también recorrer sus cuerpos con los dedos llenos de
pintura. Finalmente, ellas se iban sin decir nada.
Fueron años gloriosos,
años en que su cuerpo respondía a su voluntad y sus manos se movían precisas,
haciendo exactamente lo que él deseaba.
Pero llegó un momento
en que las manos se fueron haciendo lentas, la vista se fue cansando y las
mujeres no volvieron a su estudio. Decidió regresar a México y repetir sus
andanzas valiéndose de un renombre que se iba agotando y de la fama que le
dejaban los dibujos que hizo durante su juventud. El gusto duró poco. Después
de unos meses se dio cuenta de que se estaba marchitando y esto lo hizo
sentirse dolido, solitario y roto.
—Ya me voy, señor. Mañana arreglo su tiradero.
—¿Y la femme?
—Allí sigue, lo está
esperando en la salita.
El hombre salió con
Raquel hacia el patio central y desde allí la vio alejarse por el largo
pasillo. La mujer cerró la puerta con fuerza.
—¿Está allí? —gritó el
pintor con su voz gruesa.
Elianne se asomó por la
ventana y luego se aproximó a la puerta. Llevaba una mochila negra y un vestido
azul de mezclilla con botones al frente.
—Pase por aquí —dijo él sin siquiera
saludarla o disculparse por haberla hecho esperar.
El estudio estaba
desordenado. Había varios cuadros inconclusos amontonados en una de las
paredes. Además, cinco caballetes alrededor de los cuales el hombre giraba
intentando encontrar la idea que lo dejara satisfecho. Allí había también
colores, pinceles y cepillos, y varios cuadernos que utilizaba para hacer sus
borradores o apuntar las ideas que le venían a la cabeza.
—Póngase allí —dijo
secamente.
La mujer sacó de la
mochila un tripié y empezó a colocarlo. Mientras Elianne trabajaba, Roberto
empezó a verla con más detalle. Era joven, tendría 30 años a lo mucho. El
cabello le llegaba a los hombros.
—Usted es hermosa
—soltó Roberto mientras se acercaba a uno de los caballetes.
—Gracias, maestro. Por
favor, pinte lo que quiera.
Roberto sonrió por primera vez en
mucho tiempo y colocó en uno de los caballetes un lienzo nuevo y recién curado.
Los primeros trazos fueron firmes, vigorosos. Los hizo con la fibra de antaño.
Junto con los trazos
iniciales vinieron los primeros flashazos de la cámara. Roberto empezó a
ignorar a la fotógrafa, aunque vio fijamente a la mujer.
—Quédate un momento
allí, no te muevas —le dijo con un tono más amable.
—Pero...
—Es sólo un momento.
Hizo otros trazos
rápidos que completaban el boceto.
—Por favor, ven hacia
acá.
La mujer se dejó llevar y el pintor
la ayudó a que se colocara sobre un delgado manto que cubría la mesa de su
estudio.
—Dame la cámara.
—¿La cámara?
—Sí, la cámara —dijo Roberto
mientras deslizaba su mano hacia los botones del vestido— nada más relájate. No
voy a tardar mucho.
Para el pintor fue delicioso
desabrochar uno a uno los botones del vestido de la mujer. Frente a él se fue
asomando un cuerpo joven y terso. Pronto Elianne estuvo en ropa interior y
entonces él le pidió que se desnudara.
—Pero maître...
—Hazlo, luego me tomas todas las
fotografías que quieras.
La mujer aceptó desnudarse y pronto
estuvo ante él con su cuerpo delicioso.
Roberto regresó al caballete e hice
otros trazos rápidos. Después se acercó nuevamente a la mujer. Tomó un poco de
azul cobalto con el dedo índice y empezó a recorrer las caderas y las piernas
de la mujer. Suavemente envolvió uno de sus brazos con otro color y empezó a
teñir de sombras su ombligo y el pubis. Se detuvo en los vellos del sexo y los
detalló con tonos ocres.
Inmediatamente regresó al lienzo. La
pintura estaba adquiriendo forma cuando descubrió que ella cerraba los ojos. El
pintor se hizo de un pincel, se deslizó hacia ella y empezó a acariciar los
pezones de la chica con un tono dorado intenso, los vio erguirse y también notó
que su piel empezaba a erizarse. Le encantó que ella mantuviera los ojos
cerrados y le gustó distinguir su cuerpo meciéndose al compás de sus caricias
de colores.
—Ese pincel es tan suave —dijo ella
e intentó tomarlo. Roberto esquivó su movimiento mientras buscaba un pincel más
grueso. Con él recorrió sus zonas más sensibles y fue de los labios a los senos
y luego al ano.
—Siente los pinceles como una
extensión de mis dedos, de mi pene —le dijo mientras la seguía acariciando con
cuidado.
—No hables, no me digas a dónde vas.
Sólo déjame sentir. Acerca el pincel a donde quieras.
Tomó otra vez los colores con sus
manos y sintió la piel de la mujer bajo sus dedos. Combinó varios tonos. Le
encantó escuchar cuando ella emitió un quejido y ver cuando curvó su cuerpo
como si sintiera dolor o placer o placer y dolor.
Roberto sintió que el hombre que
había sido antes había vuelto y regresó al lienzo a pintar. Nuevamente los
trazos fueron firmes. Sus manos hacían lo que él les pedía. Combinó unos trazos
fuertes con otros sutiles. El cuerpo de Elianne aún estaba en sus manos.
Mientras deslizaba el pincel le dio
gusto pensar que la imagen que aparecería en el diario reflejaría su alegría y
la fuerza renovada. Incluso quiso asomarse a un espejo para verse, imaginando
algún prodigio. Pensó que su piel marchita tendría que tener de nuevo luz.
Justo cuando estaba a punto de
terminar sintió un nuevo flashazo inundando el estudio. La mujer, aún desnuda y
con el cuerpo cubierto de colores, se desplazaba por la habitación haciendo su
trabajo.
Luego Elianne puso la cámara sobre
la mesa en la que antes estuvo posando y se acercó al maestro. Él le dijo que
se acercara.
—Aquí está el retrato que buscabas
—dijo Roberto, quien tomó el lienzo que recién había terminado, y sonrió. El
autorretrato lo mostraba joven, brillante y vivo.