Traspaso la nueva compuerta y me encuentro en un salón iluminado por un candelabro dorado que está situado sobre una mesa enorme y llena de adornos. Desde la altura por la que me deslizo, puedo ver a dos mujeres que conversan. No puedo entenderlas; casi no tendré tiempo para fijar otro detalle de la escena. Si acaso, en un parpadeo, alcanzo a distinguir sus vestidos extravagantes, con grandes escotes y colores brillantes. Justo cuando veo sus pelucas absurdas y los ojos desorbitados de una de ellas, empiezo a penetrar el tapiz verde de la pared y, junto al dolor que me causa atravesar el muro, siento el olor nauseabundo con el que me arrastro sin descanso, desde hace cientos de años y en distintas épocas, por castillos, bosques, jaulas o criptas.
Sin que haya explicación ―en este abismo no es posible entender nada― aparezco en la habitación de un niño que retoza en su cuna con un juguete. Va a tocar una de las figuras de plástico cuando, de pronto, se detiene y fija su mirada en el punto de la pared por la que voy pasando. Me acompaña durante el breve instante que estoy con él y va a perderme de vista justo cuando me escabullo en el techo blanco, flanqueado por estrellas centellantes. Primero se van mis piernas, como si me fuera sumergiendo. Luego sigue mi torso. Estiro mi mano, como si pudiera alcanzar al chico, y cuando empiezo a desaparecer, como tragado en arena movediza, el niño empieza a llorar con rabia, como si hubiera perdido la atención de su madre. El dolor me atraviesa de la cabeza a los pies y el tufo me impregna nuevamente.
El vuelo sin fin me lleva hacia una pocilga en la que alguien es azotado. Creo que no puede haber ningún grito más terrible, hasta que el desgraciado que sangra alcanza a verme y pide la muerte para no seguir observando más sombras. La pared de roca no me contiene y pronto estoy flotando ante dos amantes que jadean. Él la monta. Ella tiene los ojos cerrados, pero los abre un momento, sólo para que sus pupilas dilatadas se sorprendan por la aparición inexplicable. “Es la bestia”, dice y me señala con el índice, como si su dedo fuera una flecha y como si pudiera traspasar mi podredumbre con la lanza.
Nada ni nadie parece poder frenar mi caída, el desenfrenado viaje que no termina. No lo es, pero yo quisiera creer que se trata de la búsqueda inacabada por encontrar un sitio del cual asirme, una rebanada de algo que me permita parar en algún sitio, porque quiere creer que este infierno no tiene que durar para siempre y que algún día podré por fin pudrirme del todo, para que los gusanos puedan comer de mis entrañas y darme la paz que ya no encuentro, la tranquilidad absoluta que, ahora estoy seguro, sólo da la muerte.